lunes, 4 de diciembre de 2017

LA LEY DEL MENOR


Cuando McEwan decide abordar los sentimientos, se concentra y escribe una gran novela, lo hizo con Sábado, lo hizo con Solar y repite con La ley del menor, que ha pasado automáticamente a formar parte de esa lista de obras favoritas del autor que llevo conmigo desde que leí la primera.
La ley del menor es, ni más ni menos, que la historia de una mujer y sus miedos, sus esperanzas, sus sentimientos..., su fe. Historia desde el presente que bucea sutilmente en el pasado y adivina el futuro; historia de un instante en la madurez que hace "pasar revista" a todo lo vivido y reflexionar sobre lo que se esperaba y lo que se ha conseguido.
Fiona Maye es jueza y ha vivido "según los cánones" pero ¿ha sido suficiente?; para averiguarlo he leído "casi de un tirón" La ley del menor que, desde la foto de la portada hasta la última página no me ha defraudado.
Muy, muy, muy recomendable¡¡¡

Sinopsis (Ed. Anagrama)
Acostumbrada a evaluar las vidas de los demás en sus encrucijadas más complejas, Fiona Maye se encuentra de golpe con que su propia existencia no arroja el saldo que desearía: su irreprochable trayectoria como jueza del Tribunal Superior especializada en derecho de familia ha ido arrinconando la idea de formar una propia, y su marido, Jack, acaba de pedirle educadamente que le permita tener, al borde de la sesentena, una primera y última aventura: una de nombre Melanie. Y al mismo tiempo que Jack se va de casa, incapaz de obtener la imposible aprobación que demandaba, a Fiona le encargan el caso de Adam Henry. Que es anormalmente maduro, y encendidamente sensible, y exhibe una belleza a juego con su mente, tan afilada como ingenua, tan preclara como romántica; pero que está, también, enfermo de leucemia. Y que, asumiendo las consecuencias últimas de la fe en que sus padres, testigos de Jehová, lo han criado, ha resuelto rechazar la transfusión que le salvaría la vida. Pero Adam aún no ha cumplido los dieciocho, y su futuro no está en sus manos, sino en las del tribunal que Fiona preside. Y Fiona lo visita en el hospital, y habla con él de poesía, y canta mientras el violín de Adam suena; luego vuelve al juzgado y decide, de acuerdo con la Ley del Menor.
Con lo que ocurre después para ambos compone IanMcEwan, con un oficio que extrae su fuerza de no llamar nunca la atención sobre sí mismo, una pieza de cámara tan depurada y económica como repleta de conflictos y volúmenes; una novela grácil y armoniosa, clásica en el mejor sentido de la palabra, que juega su partida en el terreno genuino de la escritura más indagadora: el de los dilemas éticos y las responsabilidades morales; el de las preguntas difíciles de responder pero imposibles de soslayar. La ley del menor habla del lugar donde justicia y fe se encuentran y se repelen; de las decisiones y sus consecuencias sobre nosotros y los demás; de la búsqueda de sentido, de asideros, y de lo que sucede cuando éstos se nos escapan de las manos: lo hace con la seguridad tranquila de un maestro en la plenitud quintaesenciada de sus facultades.

La ley del menor (fragmento)

1Londres. Una semana después de iniciado el Trinity Term.1 Clima implacable de junio. Fiona Maye, magistrada del Tribunal Superior de Justicia, tumbada de espaldas una noche de domingo en un diván de su domicilio, miraba por encima de sus pies, enfundados en unas medias, hacia el fondo de la habitación, hacia unas estanterías empotradas, parcialmente visibles junto a la chimenea y, a un costado, al lado de una ventana alta, a una litografía de Renoir de una bañista, comprada treinta años antes por cincuenta libras. Probablemente falsa. Debajo, en el centro de una mesa redonda de nogal, un jarrón azul. No recordaba de dónde lo había sacado. Ni cuándo fue la última vez que lo llenó de flores. La chimenea llevaba un año sin encenderse. Gotas de lluvia ennegrecidas caían con un sonido de tictac en la rejilla a intervalos irregulares, sobre un papel de periódico hecho una bola. Una alfombra de Bujará cubría los anchos tablones encerados del suelo. En el borde de la visión periférica, un piano de media cola con fotos de familia enmarcadas en plata sobre el brillo del mueble, de un negro muy oscuro. En el suelo, junto al diván, al alcance de su mano, el borrador de una sentencia. Y Fiona, tumbada de espaldas, deseaba que todas aquellas hojas estuviesen en el fondo del mar.

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