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domingo, 7 de enero de 2018

TRES AUBELAS Y UN COCINERO MUERTO


Primera entrega de la Trilogía de Helsinki, una mezcla de humor y thriller nórdico, protagonizado por nonagenarias.

Esperaba un divertimento y me encontré con amarga crítica social, esperaba una lectura ligera y me encontré con un "tocho" al que le sobran unas cuantas páginas. 
No sé si seguiré leyendo las aventuras de Siiri, Irma y Anna-Liisa porque, la verdad para crítica social, prefiero que esté un poco mejor escrita.
En fin...., chistes nórdicos ininteligibles y poco más.....!

Sinopsis (SUMA)
                   Tienen 90 años. Pero no piensan morirse hasta descubrir al asesino.
Siiri, Irma y Anna-Liisa son tres viudas de noventa años residentes en El Bosque del Crepúsculo, un centro privado de apartamentos para la tercera edad de Helsinki. Más que un nidito acogedor para las personas mayores, la residencia resulta un lugar siniestro en el que los ancianos se ven privados de su identidad, rodeados todos los días por enfermeros vagos e inexpertos, y obligados a hacer gimnasia, a asistir a conferencias y a tomar un gran cantidad de medicamentos prescritos por médicos a los que apenas han visto.
Parece que para las tres amigas los días ya solo traerán partidas de cartas, viajes en tranvía y asistencia a funerales. Pero en la residencia se empiezan a producir unos misteriosos asesinatos... y quizá nadie había contado con la curiosidad y el tiempo libre de unas inocentes ancianitas.

Tres abuelas y un cocinero muerto (fragmento)

1

Cada mañana al despertarse Siiri Kettunen descubría que aún no había muerto. Entonces se levantaba, se lavaba, se vestía y tomaba algo para desayunar. Iba despacio, pues lo que es tiempo tenía de sobra. Leía el periódico con detenimiento, escuchaba los programas matutinos de la radio y de ese modo sentía que seguía perteneciendo a este mundo. A eso de las once solía ir de paseo en tranvía, pero aquel día no tenía fuerzas.
En la sala de recreo del Centro Residencial Geriátrico El Bosque del Crepúsculo, las brillantes lámparas de hospital creaban un ambiente semejante al de la consulta de un dentista. En los sofás dormitaba algún que otro anciano esperando la hora de la comida. El embajador, Anna-Liisa e Irma jugaban a la canasta en el rincón, alrededor de una mesa de juego con un tapete de fieltro. El embajador estaba absorto en sus cartas, Anna-Liisa comentaba las jugadas de los demás e Irma parecía aburrida por la parsimonia con la que avanzaba la partida. Entonces se percató de la presencia de Siiri y sus ojos se iluminaron.
—¡Quiquiriquí! —cantó en alto falsete y agitó el brazo formando un amplio arco como si fuera el jefe de circulación de una estación de tren. De joven, Irma Lännenleimu había dado clases de canto e incluso había llegado a interpretar el aria de Cherubino con acompañamiento de piano en la matiné del conservatorio de la calle Rautatienkatu, y, como por aquel entonces también se evaluaban las ejecuciones de los estudiantes, un crítico había alabado su voz en el periódico calificándola de ágil y penetrante. Ese canto de gallo era la manera de Irma y Siiri de saludarse mutuamente. Siempre funcionaba, incluso cuando el bullicio era grande o en la vorágine de la ciudad.
—¿Sabes qué? —empezó Irma antes de que su amiga hubiera tenido tiempo de sentarse a la mesa de juego—. La señora de la pamela, la que vive en la escalera C, al final no ha muerto. ¡Y eso que ya la habíamos llorado y todo!