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sábado, 25 de agosto de 2018

EL ORDEN DEL DÍA

“Nunca se cae dos veces en el mismo abismo, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y terror”. 

Termino, sobrecogida, esta magnífica y corta novela (casi un ensayo) recomendada por los amig@s de LIBROS y premiada con el Goncourt en 2016.
Se dice que la realidad supera a la ficción y aunque se lea con todas las reservas que pueda producir un relato novelado, tiene tantos visos de realidad que produce escalofríos.
Vuillard narra con maestría el ascenso del nazismo y los colaboradores necesarios que lo propiciaron, narra la cobardía, el miedo y la codicia; y, sobre todo, narra la impunidad que permanece inalterable hasta nuestros día y habita, todavía, entre nosotros.
Imprescindible¡¡¡

RESEÑA DE Amelia Ruíz para LIBROS
“El orden del día” de Eric Vuillard, premio Goncourt 2017. Relata circunstancias anteriores a la invasión de Austria por la Alemania nazi. Quienes auspiciaron con su dinero y poder la ascensión del nazismo. Algunas cosas se saben, otras se sospechaban. El libro se lee muy bien, obliga a reflexionar los peligros de repetir la historia. Pero la forma es lo que más me ha llamado la atención. El autor relata los hechos novelándolos, a veces con poesía, a veces con pasión, con muchísima pasión… con rabia y con una capacidad imaginativa para recrear las escenas muy original.

Sinopsis (Ed. Tusquets)
Un relato inquietante acerca de los entresijos del inicio de la Segunda Guerra Mundial y la implicación de los empresarios en el ascenso de Hitler al poder.
En febrero de 1933, en el Reichstag tuvo lugar una reunión secreta, que no estaba en el orden del día, en la que los industriales alemanes —entre los que se contaban los dueños de Opel, Krupp, Siemens, IG Farben, Bayer, Telefunken, Agfa y Varta— donaron ingentes cantidades a Hitler para conseguir la estabilidad que él prometía. Desde ese año, Hitler ideó una estrategia de cara a la comunidad internacional para anexionarse Austria «pacíficamente»; para ello, mientras se ganaba la aquiescencia o el silencio de primeros ministros europeos, mantuvo una guerra psicológica con Schuschnigg, el canciller austriaco, hasta que la invasión (un alarde del legendario ejército alemán, que ocultaba graves problemas técnicos) fue un hecho.
Esta novela desvela los mercadeos y vulgares intereses comunes, las falsedades y posverdades, que hicieron posible el ascenso del nazismo y su dominio en Europa hasta la Segunda Guerra Mundial, con las consecuencias de todos conocidas. El orden del día narra de un modo trepidante y muy novedoso, en escenas memorables, las bambalinas del ascenso de Hitler al poder, en una lección de literatura, historia y moral política.

El orden del día (fragmento)

Una reunión secreta
El sol es un astro frío. Su corazón, agujas de hielo. Su luz, implacable. En febrero los árboles están muertos, el río, petrificado, como si la fuente hubiese dejado de vomitar agua y el mar no pudiese tragar más. El tiempo se paraliza. Por las mañanas, ni un ruido, ni un canto de pájaro, nada. Luego, un automóvil, otro, y de pronto pasos, siluetas que no pueden verse. El regidor ha dado los tres golpes pero no se ha alzado el telón. 
Es lunes, la ciudad rebulle tras su velo de niebla. Las gentes acuden al trabajo como los demás días, suben al tranvía, al autobús, allí se deslizan hasta el segundo piso y se abisman en sus ensueños en medio del intenso frío. Pero el 20 de febrero de aquel año no fue una fecha como otra cualquiera. Pese a todo, la mayoría pasó la mañana arrimando el hombro, inmersa en esa gran mentira decente del trabajo, con esos pequeños gestos donde se concentra una verdad muda, decorosa, y donde toda la epopeya de nuestra existencia se reduce a una pantomima diligente. Así, el día transcurrió apacible, normal. Y mientras cada cual iba y venía entre el hogar y la fábrica, entre el mercado y el patinillo donde se tiende la ropa, y, por la tarde, entre la oficina y la tasca, y finalmente regresaba a casa, entretanto, muy lejos del trabajo decente, muy lejos de la vida familiar, a orillas del Spree, unos caballeros se apeaban de sus coches ante un palacio. Les abrieron obsequiosamente la portezuela, bajaron de sus voluminosas berlinas negras y desfilaron uno tras otro bajo las pesadas columnas de gres.