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lunes, 20 de agosto de 2018

TOÑO CIRUELO

Él, ese engendro, ese ogro, ese leviatán, ese espantajo, aberración del país, equívoco humano, yerro del alma, aborto social, ese fenómeno, ese esperpento, ese adefesio, ese lobo hombre (…) ¿Por qué iba hasta él?”.
Tengo que reconocer que con este título, jamás hubiese comprado está novela; pero fui a la biblioteca, leí la contraportada y me lo traje a casa. No había leído nada de este autor colombiano y también eso actuó como "gancho".
Toño Ciruelo es una exploración del mal, desde la óptica, quizás ingenua, de Eri Salgado, amigo, esclavo, seguidor abducido por el oscuro Antonio Ciruelo. La novela es, un tanto, caótica, muy escatológica y con una violencia que inunda al lector desde la primera página; es también, muy difícil de abandonar porque Toño Ciruelo extiende su influencia al lector a través de un narrador que no entiende lo que le pasa y narra abducido por la maldad de un personaje que no le deja vivir...
Colombia, años 50, metáfora de un país y de la abyección a la que es capaz de llegar un ser al que cuesta trabajo llamar humano.
Seguiré de cerca a Evelio Rosero.

Sinopsis (Ed. Tusquets)
Un descenso a los infiernos que involucra al lector desde la primera página.
Si hay algo que distingue al asesino es su entorno, quienes le rodean. Y para saber más sobre Toño Ciruelo, la indagación debe empezar desde la raíz, la infancia y juventud, el colegio y la universidad, el trabajo, los hechos nimios y complejos que configuran el rostro del monstruo, su proceso particular, porque ningún asesino es idéntico a otro. Gracias a una exploración intestina encarnada en Eri Salgado, asistimos al despojamiento progresivo de las caras que adopta el asesino, hasta mostrar su última y definitiva cara, la de sus víctimas. Un descenso al centro del mal que absorbe al lector y lo involucra ineludiblemente, pero al mismo tiempo un ascenso hasta la cima literaria que reafirma la rotunda maestría de Evelio Rosero.

Toño Ciruelo (fragmento)

Confesión
Estaba solo, y tocaron a mi puerta, con fuerza, ¿quién podría ser? Desde hacía un siglo nadie llamaba a esta casa, y de semejante manera. Seguí sentado en la sala, abierto el libro como un sombrero en la rodilla. Pregunté quién es. 
—Abre, hombre, estoy que me cago. 
La espesa voz surgió como un relámpago en mi memoria, dio un salto hasta mí desde el otro lado de un abismo de veinte años. Era Antonio Ciruelo, no podía ser. Era Toño. Toño Temadruga, Toño el Infaltable, Toño el Ubicuo, asquerosamente Toño. 
—Abre de una vez. 
Abrí y Toño Ciruelo cruzó ante mí como un incendio; llevaba al hombro una mochila arhuaca que arrojó a un rincón; lo oí gritar: ¿El baño? 
Señalé con los ojos. 
Toño se encerró. 
Un jadeo furioso. 
Las ropas desbaratándose. 
Y los ruidos más desgarradores se hicieron oír: las vías digestivas de Toño Ciruelo, mi conocido (nunca podré llamarle amigo), se volcaron sobre el techo y las paredes, inundaron los cimientos, rebasaron las ventanas, se adueñaron de este viejo barrio de Bogotá, lo remecieron, y después la ciudad entera cayó pulverizada: eran los ruidos de la carne de Toño, un terremoto más aterrador por lo íntimo, sus vísceras se rebelaban, su mundo de intestinos estallaba, y se apoderó del aire el olor horrible de su mierda humana, mucho más abominable que la del noble asno o perro o colibrí.