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miércoles, 20 de septiembre de 2017

LA TRABAJADORA


RESEÑADO por Gloria González para LIBROS,  el 16 de Marzo de 2014
Cuando a un libro le llueven las buenas críticas, pero a mí no me ha gustado nada, pero nada, nada, me siento un poco... No habré sabido sacarle todo el jugo.

Sinopsis (Ed. Literatura Random House)
Elvira Méndez trabaja como correctora para un gran grupo editorial. Sus escasos ingresos la obligaron a mudarse a un piso al sur de Madrid, y para poder pagar el alquiler aceptó como inquilina, por recomendación de su amigo Germán, a su antigua colega Susana, una estrambótica e inmensa rubia con algunos problemas mentales que acaba de regresar de una temporada en Utrech. Susana es una artista que hace collages con trozos de mapas, pero que trabaja como teleoperadora. Elvira siempre está intentando sonsacar información sobre sus labores a Susana, aunque sea sólo para conseguir un trabajo similar con el que lograr llegar a fin de mes, pero nunca lo consigue. Años después, Elvira intenta poner punto y final a una novela que cuenta todo lo que vivió en el pasado. Sentada frente a su psiquiatra, le expone que necesita que la terapia le sirva de coda a su obra; y que su superación del miedo y su paranoia serán narradas como un capítulo final a partir de sus conversaciones. Pero la cuestión es, ¿y si no consigue superarlos? Entonces el libro, y la vida, tendrán que quedarse como están.

La trabajadora (fragmento)

FABIO

"[Este relato recoge lo que Susana me contó sobre su locura. También anoto algunas de mis reacciones, en verdad no muchas. Huelga añadir que su narración fue más caótica:]
Acababa de regresar a Madrid, no existía Internet y tenía que recurrir a los periódicos. Mi deseo se cifraba en que alguien me lamiera el coño con la regla en un día de luna llena. Así por las buenas. Creo que el delirio se había escondido ahí, en esa pretensión al límite y al mismo tiempo diminuta, como tragarse un ciempiés aliñado en la ensalada. Al principio no pensaba en ello a no ser que tuviera delante un periódico con su sección de hombres y mujeres conspirando en tres líneas; entonces me entraba la neura, llamaba e iba de cualquier manera a la cita. Llevaba un calendario de mis reglas y les pedía que el siguiente encuentro fuera en luna llena y en mi casa. La mayoría me contestaba con un no nervioso, en absoluto porque les pareciera una desmesura, sino por haber lanzado yo la propuesta como si jugase a la ruleta rusa. También por mi rubicundez oronda y mi hablar deshilachado y unos ojos que lo decían todo en su naufragio vano y terrorífico. Sé cómo eran mis ojos, medía con la precisión vaporosa de mis cinco sentidos lo ridículo de mis gestos intoxicados, bobos, atentos por encima de mis posibilidades. Mi rostro se agitaba por corrientes convulsas, producía torsiones imprevistas. Todos me miraban con asco, pues además de ser fea y evidenciar mi locura, mi propuesta no me redimía. No vayas a pensar que me importaba. Sí cuidaba el escenario, y a tal fin recorrí todos los bares de Huertas que tuvieran un ambiente de cafetería, de manos abrazando tazas calientes a la luz de una tarde mortecina. Me gustaba contemplar la calle a través de un cristal que connotara el frío de fuera y la pátina de calor seco de dentro, ese calor arrebujado, de agua encima de los radiadores y humo de cuando fumábamos todos. Digo ambiente de cafetería porque no deseaba que fueran exactamente cafeterías. A las cafeterías iban las viejas a merendar, y sus miradas me pintaban culpable. Te estoy hablando de cuando las cafeterías rezumaban mujeres cardadas y de luto. Aquellas mujeres sesentonas no perdonaban el croasán plancha mojado en Nescafé de las seis, y yo quedaba con los anunciantes a las siete. Logré encontrar un bar de paredes verdes, ligeramente inhóspito, donde siempre había una mesa libre junto a la ventana. No reparaba en la edad de los hombres con los que me citaba, ni tampoco en el aspecto, siempre y cuando no lucieran manchas, uñas sin cortar y con los bordes negros o restos de ensaladilla entre los dientes. No solía ser el caso; a la primera cita acudían todos limpios. A la segunda, y dado mi requerimiento, algunos se descuidaban. Yo veía entonces cómo colgaba de sus cuerpos el pensamiento de Esta tía qué importa. Si pide eso es que no importa, pero aun así lo intentaban una vez más, puesto que algunas brevas siempre caen. Trataban de que los subiera a mi buhardilla diciendo que desde luego, oh, cómo no, las señoritas primero. Pero yo ya les había visto la cara. Los que se han perdido el respeto a sí mismos no tardan en perdérselo a los demás. Para serte sincera, eran muy pocos los que se prestaban a una segunda cita. Únicamente los que llevaban tanto tiempo solos que arrastraban una higiene de macarrón en la solapa. Por eso te hablo de las manchas. La desesperación no solía ir tan lejos. Mi locura daba miedo, y los hombres se levantaban de la silla después de que yo desplegara mi calendario y señalara con una punta del dedo lívido la fase lunar como si evocara las mareas. Los delicados se esperaban a acabarse la cerveza para marcharse. Conseguir que alguien accediera a mi deseo llegó a ser tan importante para mí que, cuando me di cuenta de que ningún hombre de los que no me asustaban estaba dispuesto a empezar por ahí, me pasé a las mujeres. Nunca me han gustado mucho porque son como besarme a mí misma, pero para lo que quería me valían igual, o tal vez un poco menos. Ellas tampoco se escandalizaban, si bien les parecía un primer plato descomunal. Me di cuenta de que responder al reclamo de alguien me hacía sentirme menos poderosa, por lo que empecé a poner mis propios anuncios."