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sábado, 28 de octubre de 2017

UNA MUCHACHA MUY BELLA


RESEÑADO por Rossana Cabrera para LIBROS,  el 29 de Agosto de 2014.
No me gustan los libros poéticos, no me gustan los libros donde la prosa es poética, donde el autor pareciera que está condenado a narrar una historia en prosa cuando él soñaba en ser poeta. Odio eso.
Cuando leo en una reseña que un libro es poético, paso página, siguiente libro, ese no lo quiero.
Y sin embargo, mira por dónde, al pensar en comentar este libro, lo único que se me ocurre es poético.
Me gustó mucho y es poético.
Y quise ser, desesperadamente, una rolliza mujer correntina, a quien el personaje le dedica unas páginas.
Desesperadamente lo quise ser.
A veces me encanta ser contradictoria.

Sinopsis (Ed. Eterna Cadencia)
Una estatua del Botánico, un pullover tejido con ochos, comida preparada de a dos, son las piezas entrañables del tiempo en que una madre sola y su hijo han pasado juntos hasta el secuestro o muerte de ella. Sin embargo, Una muchacha muy bella no es un testimonio sino de una ficción y su narrador. Este narrador no será un H.I.J.O. con puntitos en el medio sino quien narra todo lo que la madre no podría narrar en un campo de concentración ni en los tribunales: el testigo-narrador no recuerda para evocar la vida de una víctima sino para hacer existir a su madre bajo la luz de su mirada amorosa, con la precisión de sus metáforas, la misa a las pequeñas cosas.
Con una prosa finísima y una morosidad de detalles propia de la letanía pero también del poeta, Julián López ha escrito un libro inolvidable.

Una muchacha muy bella (fragmento)

Mi madre era una muchacha bella. Tenía la piel pálida y opaca, hasta podría aventurarme a decir que azulina, un destello que la hacía única y de una aristocracia natural, lejana de toda trivialidad mundana. Tenía el pelo negro; claro, ya dije que era una muchacha bella, lacio pero pesado y con un diseño de cabellera como no creo haber visto. No hablo de su peinado, de la manera en que lo dispusiera su pelo caía gracioso y en forma, siempre parecía prolijamente recortado. Hablo del contorno de su pelambre, del dibujo lineal de ese océano de antenas flexibles en el que terminaba el piélago de su cara. Nacía simétrico y visible en el contraste, potente en cada uno de sus hologramas tubulares, y dibujaba un corazón sutil en el inicio de la mollera que a medida que bajaba se hacía cóncavo en las sienes elegantes.
Mi madre era una muchacha bella y voluptuosamente delicada; aun cuando pasáramos la vida que vivimos en una casi absoluta soledad, tenía un modo extraordinariamente sensual de ser para sí y, claro, ahí estaba yo con mis siete años, también para mí.
Hablaba de un modo profundo y a la vez despojado de la pretensión con la que hablan quienes quieren impresionar o quienes querrían ser intelectuales o, incluso, quienes quieren seducir. En medio de alguna palabra poco usual, adoraba acicatear su lenguaje con insectos verbales que lo mantuvieran despierto, tiraba con las manos su pesada cabellera hacia un lado o hacia el otro, como el paño suntuoso de un torero; clavaba sus pupilas brunas en el piso -¿dije ya que mi madre era una muchacha muy bella?- y las ascendía lentamente hasta mis ojos para entonces retomar la velocidad de sus argumentaciones casi siempre indignadas, casi siempre ofensivas, casi siempre ingenuas.