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viernes, 6 de octubre de 2017

LAS REPUTACIONES


RESEÑADO por Ricardo Cortat para LIBROS,  el 5 de Agosto de 2014.
'Las reputaciones' de Juan Gabriel Vásquez. La importancia del periodismo, en este caso gráfico, en la vida de un país. Interesante reflexión sobre el tema. Se agradece que sea una novela corta por la 'curiosa' forma de escribir del autor.
Esto me plantea un problema: Versión original (castellano localista - catalán dialectal) frente a traducción estandarizada (castellano 'normal' - catalán normativo). Es decir, la dificultad que presentan los giros y localismos contrapuestos a que un señor de Buenos Aires y un señor de Sebastopol hablen con el mismo acento.
Dilema para cuando no haga calor.

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
Es el caricaturista político más influyente del país, «un hombre capaz de causar la revocación de una ley, trastornar el fallo de un magistrado, tumbar a un alcalde o amenazar gravemente la estabilidad de un ministerio, y eso con las únicas armas del papel y la tinta china». Los políticos lo temen y el gobierno le hace homenajes. A sus sesenta y cinco años, después de cuatro décadas de brillante carrera, puede decir que tiene el país a sus pies. Pero todo eso cambiará cuando reciba la visita inesperada de una mujer. Tras remontarse con ella al recuerdo de una noche ya lejana, Mallarino se verá obligado a revaluar toda su vida, a poner en entredicho su posición en este mundo. En Las reputaciones, Juan Gabriel Vásquez vuelve sobre sus más intensas obsesiones: el peso del pasado, los fallos de la memoria, la manera en que se cruzan nuestras vidas con el mundo político. Pero es también una novela sobre la importancia que tiene la opinión en nuestras sociedades.

Las reputaciones (fragmento)

Sentado frente al Parque Santander, dejando que le embetunaran los zapatos mientras esperaba la hora del homenaje, Mallarino tuvo de repente la certeza de haber visto a un caricaturista muerto. Tenía el pie izquierdo sobre la huella de madera del cajón y la cintura apoyada en el cojín del respaldo, para que su hernia vieja no comenzara sus reclamos, y había dejado que se le fuera el tiempo leyendo los tabloides locales, cuyo papel barato ensuciaba los dedos y cuyos titulares de grandes letras rojas le hablaban de crímenes sangrientos, de secretos sexuales, de extraterrestres que raptan niños en los barrios del sur. La lectura de la prensa sensacionalista era una suerte de placer culposo: algo que uno sólo se permitía cuando nadie lo estaba mirando. En eso pensaba Mallarino —en las horas que se le habían escapado aquí, entregado a esta perversión bajo las sombrillas de colores tímidos— cuando levantó la cabeza, apartando la mirada de las letras como se hace para recordar mejor, y al encontrarse con los edificios altos, con el cielo siempre gris, con los árboles que rompen el asfalto desde el comienzo de los tiempos, sintió que veía todo por primera vez. Y entonces sucedió.
Fue una fracción de segundo: la figura cruzó la carrera Séptima con su traje oscuro y su corbatín desordenado y su sombrero de ala ancha, y luego dobló la esquina de la iglesia de San Francisco y desapareció para siempre. En el intento por no perderla de vista, Mallarino se inclinó hacia delante y bajó el pie del cajón justo cuando el embolador acercaba el paño embetunado al cuero del zapato, y en su media quedó una mancha oblonga de betún: un ojo negro que lo miraba desde abajo y lo acusaba, igual que los ojos entrecerrados del hombre. Mallarino, que hasta ahora sólo había visto al embolador desde arriba —los hombros del overol azul constelados de caspa nueva, la coronilla despejada por una calvicie agresiva—, se encontró entonces ante la nariz brotada de venas, las orejas pequeñas y prominentes, el bigote blanco y gris como la mierda de las palomas. «Perdón», le dijo Mallarino, «pensé que había visto a alguien». El hombre volvió a su trabajo, a los roces certeros con que su mano embadurnaba el empeine. «Oiga», añadió, «¿le puedo hacer una pregunta?»

domingo, 1 de octubre de 2017

EL RUIDO DE LAS COSAS AL CAER


RESEÑADO por Rosi Torres Marino para LIBROS,  el 19 de Mayo de 2014.

"El ruido de las cosas al caer" de Juan Gabriel Vásquez.
Terminé la novela con la misma sensación que la empecé y es la sensación de que me falta algo. De que no termina de arrastrarte la historia, de que no se quedará contigo mucho tiempo después de leerla. Pero también es verdad que me ha gustado, que me parece que escribe muy bien el autor y que explica muy bien, sin tener que llegar a ser demasiado explícito, las huellas imborrables que dejan tras de sí el narcotráfico y la violencia.

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
Tan pronto conoce a Ricardo Laverde, el joven Antonio Yammara comprende que en el pasado de su nuevo amigo hay un secreto, o quizá varios. Su atracción por la misteriosa vida de Laverde, nacida al hilo de sus encuentros en un billar, se transforma en verdadera obsesión el día en que éste es asesinado. Convencido de que resolver el enigma de Laverde le señalará un camino en su encrucijada vital, Yammara emprende una investigación que se remonta a los primeros años setenta, cuando una generación de jóvenes idealistas fue testigo del nacimiento de un negocio que acabaría por llevar a Colombia —y al mundo— al borde del abismo. Años después, la exótica fuga de un hipopótamo, último vestigio del imposible zoológico con el que Pablo Escobar exhibía su poder, es la chispa que lleva a Yammara a contar su historia y la de Ricardo Laverde, tratando de averiguar cómo el negocio del narcotráfico marcó la vida privada de quienes nacieron con él. El ruido de las cosas al caer es la historia de una amistad frustrada. Pero es también una doble historia de amor en tiempos poco propicios, y también una radiografía de una generación atrapada en el miedo, y también una investigación llena de suspense en el pasado de un hombre y el de un país. Descubre el booktrailer:
http://www.alfaguara.com/es/video/trailer-de-el-ruido-de-las-cosas-al-caer/

El ruido de las cosas al caer (fragmento)
"El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales.
No parecía nervioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se dirigió a la puerta esquinera. Iba pasando entre las primeras mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuando trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio la vuelta y volvió a donde estábamos nosotros; esperó con paciencia a que yo terminara la serie de seis o siete carambolas que había comenzado, e incluso aplaudió brevemente una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir.
Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si Ricardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tantas que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas razones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho, así como nada cambia lo que sucedió después.
Lo había conocido a finales del año anterior, un par de semanas antes de Navidad. Yo estaba a punto de cumplir veintiséis años, había recibido mi diploma de abogado dos años atrás y, aunque sabía muy poco del mundo real, el mundo teórico de los estudios jurídicos no guardaba ningún secreto para mí. Después de graduarme con honores —una tesis sobre la locura como eximente de responsabilidad penal en Hamlet: todavía hoy me pregunto cómo logré que la aceptaran, ya no digamos que la distinguieran—, me había convertido en el titular más joven de la historia de mi cátedra, o eso me habían dicho mis mayores al momento de proponérmela, y estaba convencido de que ser profesor de Introducción al Derecho, enseñar los fundamentos de la carrera a generaciones de niños asustados que acaban de salir del colegio, era el único horizonte posible de mi vida. Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder. De esos estudiantes primerizos me separaban apenas unos ocho años, pero entre nosotros se abría el doble abismo de la autoridad y del conocimiento, cosas que yo tenía y de las que ellos, recién llegados a la vida, carecían por completo. Me admiraban, me temían un poco, y me di cuenta de que uno podía acostumbrarse a ese temor y esa admiración, de que eran como una droga. A mis alumnos les hablaba de los espeleólogos que se quedan atrapados en una cueva y al cabo de varios días comienzan a comerse entre sí para sobrevivir: ¿les asiste o no el Derecho? Les hablaba del viejo Shylock, de la libra de carne que le quería quitar a alguien, de la astuta Portia que se las arregló para impedirlo con un tecnicismo de leguleyo: me divertía viéndolos manotear y vociferar y perderse en argumentos ridículos en su intento por encontrar, en la maraña de la anécdota, las ideas de Ley y de Justicia. Luego de esas discusiones académicas llegaba a los billares de la calle 14, lugares llenos de humo y de techos bajos donde ocurría la otra vida, la vida sin doctrinas ni jurisprudencias. Allí, entre apuestas de poco dinero y tragos de café con brandy, se terminaba mi día, a veces en compañía de uno o dos colegas, a veces con alumnas que luego de unos cuantos tragos podían acabar en mi cama. Yo vivía cerca, en un décimo piso donde el aire siempre estaba frío, donde la vista hacia la ciudad erizada de ladrillo y cemento siempre era buena, donde mi cama siempre estaba abierta para discutir en ella la concepción que tenía Cesare Beccaria de las penas, o bien un capítulo difícil de Bodenheimer, o incluso un simple cambio de nota por la vía más expedita. La vida, en esas épocas que ahora me parecen pertenecer a otro, estaba llena de posibilidades. También las posibilidades, constaté después, pertenecían a otro: se fueron extinguiendo imperceptiblemente, como la marea que se retira, hasta dejarme con lo que ahora soy."