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sábado, 25 de noviembre de 2017

EL DÍA QUE VENDRÁ


He leído muchas novelas sobre la II Guerra Mundial, bastantes sobre la preguerra y unas cuantas sobre la postguerra; pero este tema de la "reconstrucción" de Alemania tras la derrota es, casi, nuevo en la literatura novelesca, al menos para mi.
En esta novela del británico Rhidian Brook, los vencedores "comparten" casa con los vencidos en la devastada Hamburgo de la postguerra y además de la casa ...comparten rencor, deseos de venganza, remordimientos, pobreza o riqueza y sobre todo un inmenso deseo de regresar a la normalidad.
En un ambiente opresivo y peligroso, Brook, es capaz de trasmitir el sufrimiento de los vencedores y los vencidos, la humillación y la esperanza en medio de la desolación.
Me ha encantado¡

Sinopsis (Ed. Lumen)
«Hemos encontrado una casa para usted. Creo que será de su gusto, señor...», comentó el oficial inglés señalando un lugar del mapa que corría paralelo al río Elba, en Hamburgo, y el coronel Lewis Morgan se limitó a asentir, fatigado. Los años de guerra no habían pasado en balde y nada parecía importante ya en una ciudad donde todo eran cascotes y colillas de cigarrillos que los niños mendigaban por la calle.
Corría el año 1946, y Morgan pronto descubrió que la casa era en realidad una mansión, propiedad de herr Lubert, un arquitecto alemán de modales exquisitos que las reglas extravagantes de la Historia habían convertido en enemigo durante el conflicto y ahora en perdedor. Lubert tendría que dejar su casa para que el ejército vencedor la ocupara, para que Morgan y su familia se instalaran en ella, para que un niño desconocido toqueteara los juguetes de su hija y el nuevo orden imperara, pero de repente el coronel tuvo una idea un tanto peculiar...
Recordando las experiencias de su propia familia, Rhidian Brook ha triunfado con esta novela que pone en juego la dignidad humana y da una vuelta de tuerca a la versión oficial de nuestro pasado.

El día que vendrá (fragmento)

1

—La Bestia está aquí. La he visto. Berti también la ha visto. Y Dietmar. Con el pelaje negro como un elegante abrigo de señora. Y unos dientes como teclas de piano. Tenemos que matarla. Si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará? ¿Los tommies? ¿Los yanquis? ¿Los ruskis? ¿Los franceses? Ellos no querrán, están demasiado ocupados buscando otras cosas. Quieren esto y lo de más allá. Son como perros peleándose por un hueso sin carne. Tenemos que hacerlo nosotros. Atrapar a la Bestia antes de que ella nos atrape. Entonces todo irá mejor.
Ozi se colocó bien el casco mientras conducía a los demás niños por el devastado paisaje de la ciudad bombardeada por los tommies. Llevaba un casco protector inglés que había robado de la parte trasera de un camión cerca del Alster. No resultaba tan elegante como los estadounidenses o incluso los rusos que tenía en su colección, pero era el que le encajaba mejor, y cuando se lo ponía decía palabrotas con mayor soltura, como el sargento británico que había visto gritar a los prisioneros en la estación Dammtor de Hamburgo: «¡Eh! Las putas manos arriba. ¡He dicho que arriba, joder! ¡Donde yo las pueda ver! ¡Putos teutones de los cojones!». Por un instante esos hombres no levantaron las manos; no porque no entendieran la orden, sino porque se sentían demasiado débiles por falta de comida. ¡Putos teutones de los cojones! Del cuello para abajo, la ropa de Ozi seguía una moda híbrida y estrafalaria en la que los harapos se mezclaban con prendas caras: el batín de un dandi, la rebeca de una solterona, la camisa sin cuello de un abuelo, los pantalones enrollados de un guardia de asalto con la corbata de un oficinista a modo de cinturón y los zapatos, destrozados por las puntas, de un jefe de estación muerto hacía mucho.