miércoles, 29 de noviembre de 2017

MADRID, 1987


Me gustaría saber quien ha dicho a los autores y editores que a los lectores nos gusta leer novelas que no son novelas....
Seguramente David Trueba escribe bien y, además, tiene ideas para escribir una novela, pero editar un guión de una película como novela, me parece una engañifa propia de gente sin talento ni fundamento.
Banal, pretencioso y artificial, os lo digo yo que he vivido los 80, no tan joven como la protagonista (pero casi) y, por supuesto, no tan vieja, pesada, frustrada y patética como el protagonista. Total un guión con pretensiones que ha conseguido que, por supuesto, no piense ni en ver la película, ni en leer más "novelas" de David Trueba.

Sinopsis (Ed. Anagrama)
En un caluroso fin de semana de julio de 1987, con la ciudad de Madrid desierta, Miguel, un veterano articulista, temido y respetado, se cita en un café con Ángela, una joven estudiante de primer curso de Periodismo. Obligados a convivir en una jornada muy particular, ambos tratarán de sobrevivir al roce del deseo. Como dos trenes, sus personalidades chocan frontalmente, en la España de 1987, un país que terminaba de cerrar el capítulo negro del franquismo y se instalaba plácidamente en la democracia. Quizá demasiado plácidamente, mientras los valores y las jerarquías tradicionales aún disfrutaban de un poder sólido.
Anagrama presenta Madrid 1987, la última película del escritor y realizador David Trueba, definida por la crítica norteamericana tras su paso por el festival de cine de Sundance como un cruce entre el cine intimista y la literatura de Philip Roth, acompañada de su guión, que es, también, otra magnífica obra literaria de Trueba.

Madrid, 1987 (fragmento)

Una radio lejana repasa las noticias del día.
Corresponden al 18 de julio de 1987. Sábado.
Y seguramente hablan del aún cercano atentado de Hipercor o del caso Irán-Contra.
De Reagan y Margaret Thatcher, de las primeras investigaciones sobre los GAL.
También de la crisis en los países del Este y, como siempre, de la inflación.
Y de Telefónica, aún estatal, con sus cincuenta mil millones de pesetas de beneficio anual.
Un café al mediodía en el centro de la ciudad.

Hay unos enormes ventanales que dan a una calle concurrida.
Hay alguna mesa ocupada, pero no es, ni de lejos, la hora punta.
En una mesa del fondo, aislado de todos y de todo, está MIGUEL.
Tiene sesenta años, melena algo anacrónica y patillas.
Con el cigarrillo en la comisura de la boca.
El pelo mojado hacia atrás, negro, con algunas canas.
Unas gafas cuadradas de pasta negras de alta graduación, que le esconden los ojos.
Pero no restan a la mirada la intensidad de un entomólogo entre el humo de cigarro.
Una mirada irónica, distante, de maldito con sorna.
No es un hombre guapo, pero ser famoso le hace interesante.
Escribe a máquina sobre la mesa del café. Lo hace con dos dedos pero a enorme velocidad.
Escribe un artículo para el periódico.
De vez en cuando, raramente, relee algo escrito y se separa el cigarrillo de la boca.
Tiene el ABC y El País posados en la mesa al alcance de la mano.
Un camarero aceitoso, sin preguntar, le retira la taza de café ya consumida.
Y le pone otro café idéntico, solo y corto, y un vaso bajo de whisky.


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