viernes, 24 de noviembre de 2017

LA RUBIA DE OJOS NEGROS


RESEÑADO por Gloria González para LIBROS,  el 7 de Marzo de 2014.
Amantes de la novela negra: Philip Marlowe ha resucitado. Dicen que es el mismo de siempre y algunos piensan que tiene mejor aspecto que nunca.

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2014 a John Banville por «su inteligente, honda y original creación novelesca» y a su «otro yo, Benjamin Black, autor de turbadoras y críticas novelas policíacas.»
Arranca la década de los cincuenta. Philip Marlowe se siente tan inquieto y solo como siempre y el negocio vive sus horas bajas cuando irrumpe en su despacho una nueva clienta: joven, rubia, hermosa y elegante, Clare Cavendish, la rica heredera de un emporio de perfumes, pretende que Marlowe encuentre a un antiguo amante, un hombre llamado Nico Peterson.
Sí: Banville/Black pone su pluma al servicio del espíritu de Raymond Chandler por encargo de sus herederos y resucita al legendario detective privado (ese hombre que no conoce a las mujeres, pero tampoco se conoce a sí mismo) para embarcarlo en una nueva y peligrosa aventura en las calles de Bay City.

La rubia de ojos negros (fragmento)

1.

Era martes, una de esas tardes de verano en que la Tierra parece haberse detenido. El teléfono, sobre la mesa de mi despacho, tenía aspecto de sentirse observado. Por la ventana polvorienta de la oficina se veía un lento reguero de coches y a un puñado de buenos ciudadanos de nuestra encantadora ciudad, la mayoría hombres con sombrero, que deambulaban sin rumbo por la acera. Me fijé en una mujer que, en la esquina de Cahuenga y Hollywood, aguardaba a que cambiara la luz del semáforo. Piernas largas, una ajustada chaqueta color crema con hombreras, una falda azul marino. También lucía un sombrero, un accesorio tan diminuto como un pajarito que se hubiera posado en un lateral de su cabello y se hubiera quedado allí alegremente. Miró hacia la izquierda, luego hacia la derecha y de nuevo hacia la izquierda —debía de haber sido una niña muy buena— y entonces cruzó la calle soleada, avanzando con elegancia sobre su propia sombra.
La temporada estaba siendo muy floja. Había trabajado una semana como guardaespaldas de un tipo que acudió desde Nueva York volando en un clipper. Tenía la mandíbula azulada, un reloj de oro en la muñeca y un anillo en el dedo meñique con un rubí tan grande como un garbanzo. Se presentó como un hombre de negocios y yo decidí creerle. Él estaba preocupado y sudaba muchísimo, pero nada sucedió y me pagó lo estipulado. Poco después, Bernie Ohls, de la Oficina del Sheriff, me puso en contacto con una encantadora ancianita cuyo hijo drogadicto le había birlado la valiosa colección de monedas de su difunto marido. Tuve que ponerme algo violento para recuperar lo robado, pero la sangre no llegó al río. Había una moneda con la cabeza de Alejandro Magno y otra donde se veía el perfil de Cleopatra con aquella enorme nariz. ¿Qué verían los hombres en ella?
Sonó el timbre que anunciaba la apertura de la puerta principal y oí los pasos de una mujer, que atravesó la sala de espera y se detuvo un instante ante la puerta de mi oficina. El sonido de unos tacones altos en el suelo de madera siempre me produce un ligero cosquilleo. Iba a decirle que pasara con ese impostado tono grave de puedes-confiar-en-mí-soy-un-detective, cuando ella entró sin llamar.


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