miércoles, 23 de agosto de 2017

SEGUNDOS NEGROS


Sexta entrega de la serie protagonizada por el inspector Konrad Sejer.

Desde la portada de la novela y desde sus primeras páginas se adivina que ha pasado.....realmente no es uno de los mejores misterios de esta escritora.
Aun así es agradable una dosis de "palomitas negras" procedentes del frío.
Karin Fossum siempre se deja leer¡¡

Sinopsis
Segundos negros arranca con la desaparición de una niña de diez años en una población rural, rodeada de granjas y bosques en Noruega. La desaparición aviva los peores miedos de su madre que siempre ha creído que su hija era algo demasiado bueno para que durase. El comisario Konrad Sejer, tan humano, tan serio, tan comprensivo que los interrogados a menudo se sienten tentados de contarle más de lo que pretenden, y su joven asistente, Jacob Skarre, comienzan entonces la investigación. Las sospechas recaen sobre Emil Mork, un tipo raro que vive solo y no habla desde su infancia. Sin embargo, a medida que avanza la investigación se pone de manifiesto que todos en la pequeña localidad tienen algún secreto que vale la pena ocultar.                     


Segundos Negros (fragmento)

1

Los días transcurrían muy despacio.
Ida Joner levantó la mano y contó con los dedos. Su cumpleaños era el 10 de septiembre. Aún estaban a primero de mes. Quería muchas cosas. Sobre todo, una mascota. Algo caliente y vivo que fuera solo suyo. Ida tenía una preciosa cara, con grandes ojos castaños. Su figura era frágil y esbelta, y el pelo abundante y rizado. Era espabilada y tenía buen carácter. Todo demasiado bueno. Eso pensaba muchas veces su madre, sobre todo cuando Ida se iba y ella veía desaparecer su espalda por la curva. Demasiado, demasiado bueno para durar.
Ida se montó en la bicicleta. Estaba a punto de abandonar la casa en una flamante bicicleta, marca Nakamura. Dejó el salón patas arriba, había estado tumbada en el sofá jugando con sus figuritas. Su ausencia dejaría primero un gran vacío. Luego un sonido desconocido, que llenaría la casa de desasosiego, penetraría por las paredes. A su madre no le hacía ninguna gracia. Pero tampoco podía encerrar a la niña en una jaula como si fuera un pájaro cantor. Dijo adiós con la mano a Ida y sonrió con valentía. Se puso a hacer sus labores. El aspirador taparía ese nuevo sonido de la habitación. Si empezaba a sudar, o a sacudir alfombras, se atenuaría ese pequeño aguijón que tenía en el pecho y que actuaba cada vez que Ida se iba. Echó un vistazo por la ventana. La bicicleta giró a la izquierda. Ida se dirigía al centro. Todo estaba en orden, llevaba puesto el casco. Un duro cascarón que le protegía la cabeza. Un auténtico seguro de vida. En el bolsillo llevaba una cartera con estampado de cebra que contenía treinta coronas. Sería suficiente para comprar el último número de la revista de caballos Wendy. Con lo que le sobraba solía comprarse un chicle Bugg. Tardaría unos quince minutos en llegar al quiosco de Laila. La madre calculó mentalmente. Ida estaría de vuelta en casa sobre las 18.40 horas, contando con la posibilidad de que se encontrara con alguien y se quedara charlando unos diez minutos. Mientras esperaba, se puso a ordenar. Recogió naipes y figuritas del sofá. Sabía que su hija podía oírla en todo momento allá adonde fuera. Había grabado su autoritaria voz en la cabeza de la niña y sabía que sonaba allí dentro como una eterna amonestación. Se sentía culpable por ello, se sentía culpable como si hubiese cometido una agresión, pero no podía hacer otra cosa. Era precisamente esa voz la que salvaría a Ida el día que se encontrara ante un peligro.

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