martes, 29 de agosto de 2017

EL ALMA DE LAS PIEDRAS



RESEÑADA por Noelia Vallina para LIBROS, el 10 de Junio de 2013.
"El alma de las piedras", de Paloma Sánchez-Garnica, me ha gustado, se lee de un tirón gracias a un ritmo ágil, sin exagerar en las descripciones, no hay necesidad de demostrar lo culta que es una...
Me sorprende el tema, porque pone en el candelero el origen de la peregrinación a Santiago y plantea varios interrogantes que prefiero no desvelar.
Recomendable.

Sinopsis (Ed. Planeta)
Es el año 824 cuando tres curiosos personajes: el ermitaño Paio, el obispo Teodomiro y su ayudante Martín de Bilibio “hallan” una tumba cuyos restos, aseguran, pertenecen a Santiago Apóstol. Crean así, en el bosque Libredón, cerca del finis terrae o fin del mundo, el Iocus Sancti Jacobi para mayor Gloria de Dios. Dos siglos después, una joven noble, Mabilia, que por una traición a su padre se ve obligada a meterse en un mundo de hombres, descubre de la mano de un cantero una marca en una piedra que conduce hasta La Inventio, un pergamino escrito por el monje Martín de Bilibio en el que se cuenta el “milagroso” hallazgo. Mabilia decidirá acompañar a Arno, el cantero, en busca de la verdad.
En su peregrinaje conocerá la bondad que produce esa ruta, la construcción de ciudades, monasterios, caminos y puentes, así como el lado más oscuro de los canteros y su extraña labor de “arrancarle el alma a las piedras”, con el fin de evitar el olvido.

El alma de las piedras (fragmento)

Día lunes, VIII del mes de septiembre del año de la Era del Señor de 824
El origen de todo.
La historia antes de la historia

A lomos de su caballo, el obispo Teodomiro seguía los pasos del ermitaño con la indecisión del que acompaña a un pobre loco extraviado del Señor. No le había quedado más remedio que ceder a los llamamientos continuos de aquel hombre. Al final, a regañadientes y poco convencido, había accedido a acompañarlo hasta donde decía ver las divinas alucinaciones.
Paio era un ser menudo y esquelético, un espectro de su propia sombra de pelos lacios y poblados de canas que le caían en desorden por los hombros; vestía una vieja túnica de lana de un color desvaído y remendada hasta la saciedad; cuando el frío arreciaba, se envolvía en una capa que le había entregado un hombre agradecido por la comida y el cobijo recibido durante una noche de terrible tormenta; siempre iba descalzo excepto cuando tenía que desplazarse lejos: entonces, usaba unos zuecos de madera fabricados pacientemente con sus manos que lo aislaban del barro y la humedad. Nadie sabía su edad, pero su aspecto era el de un anciano decrépito, aquejado de un desvarío en sus maneras y sobre todo en su discurso. Vivía en la más absoluta pobreza, en la desnudez del alma y del cuerpo, en una palmaria miseria. Tomó la decisión de hacerse ermitaño porque, según contaba a todo el que lo escuchara, Dios, en el transcurso de una ensoñación, así se lo había demandado. A juicio del obispo Teodomiro, se veía inmerso con demasiada asiduidad en ese tipo de alucinaciones. Además, decía que había sido el mismo Dios, Señor Todopoderoso de los Cielos y la Tierra, el que le había indicado el lugar exacto en el que debía ubicar su morada, y siguiendo su mandato se había instalado hacía años en un paraje solitario llamado Solovio, cercano a Iria Flavia, en el bosque de Libredón. Allí había construido lo que él llamaba su iglesia: un pequeño habitáculo hecho de adobe, piedras de río y paja, en el que dormía, vivía y oraba, y en cuyo interior no había más que un tosco altar de piedra y una cruz de madera colgada en la pared.

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