domingo, 1 de octubre de 2017

LA PRESA


"La maravilla existe: es un avión que atraviesa el cielo a velocidad fabulosa. Dura poco la maravilla...."
Hay libros, que lees por casualidad y, que por casualidad se convierten en una pequeña joya que no sabes como has tardado tanto en leer.
Sabido es que Kenzaburo Oé es un maravilloso autor cuyas novelas no se olvidan con facilidad y eso ocurre con La presa. Esta novela corta, casi un relato de apenas 100 páginas contiene en sí tanta poesía y tanta realidad que es difícil de digerir en el corto tiempo que se tarda en leerla.
La presa es una metáfora de la guerra, de la desigualdad y del miedo.
La presa es un poema en prosa, una tragedia anunciada que no logra empañar la mirada de un niño. Imprescindible¡¡¡

Sinopsis (Ed. Anagrama)
La presa, es sin duda, una de las mejores novelas de Kenzaburo Oé, quien consigue combinar ese realismo crudo que reproduce hedores, ambientes sórdidos y calores insoportables, con un mensaje poético y armado de símbolos. Como en todas las obras de su primera etapa, el autor explora la violencia latente en un grupo humano, los efectos de una naturaleza perversa y la pérdida de la inocencia.
Durante la guerra del Pacífico un avión enemigo se estrella. Harán prisionero al único superviviente, un soldado negro. El prisionero se convertirá, para los niños, en una especie de animal domesticado al que adorar.

La presa (fragmento)

La presa 
Mi hermano pequeño y yo estábamos hurgando con unos palos en la tierra blanda, que apestaba a grasa y a ceniza, del crematorio improvisado y de lo más sencillo: un mero foso casi a ras del suelo en un calvero abierto en medio de una espesa vegetación de arbustos. La bruma del crepúsculo, fría como las aguas subterráneas que manan en los bosques, ya llenaba el fondo del valle; pero sobre la pequeña aldea donde vivíamos, agrupada alrededor de la carretera sin asfaltar, en la falda de la colina, descendía suavemente una luz color vino púrpura. Me incorporé, al tiempo que un débil bostezo llenaba mi boca. Mi hermano también se incorporó, bostezó y me sonrió.

Abandonando la «búsqueda», arrojamos nuestros palos a la espesura exuberante de las hierbas estivales y, hombro con hombro, tomamos el sendero del bosque que subía al pueblo. Habíamos ido a aquel lugar en busca de pedazos de hueso [22] que tuvieran la forma idónea para ser llevados, como condecoraciones, en el pecho; pero los chiquillos de la aldea ya se lo habían llevado todo y nosotros volvíamos con las manos vacías. Me vería obligado a arrebatárselos a la fuerza a algún compañero de la escuela primaria... Recordé de repente lo que, dos días antes, había visto al deslizar una mirada entre las caderas de los adultos que formaban un corro negro alrededor del crematorio, donde quemaban el cadáver de una mujer de la aldea: en medio de la claridad de las llamas, aquel vientre desnudo, hinchado, prominente como un pequeño cerro, y en el rostro ¡aquella expresión de tristeza...! Me estremecí de miedo, apreté con fuerza el enclenque brazo de mi hermano y avivé el paso. Me parecía seguir conservando en la nariz el olor del cadáver, tan persistente como el del líquido viscoso que desprendían algunos escarabajos cuando los aplastábamos entre nuestros dedos callosos.

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