sábado, 7 de octubre de 2017

LOS DUEÑOS DEL MUNDO


RESEÑADO por Rossana Cabrera para LIBROS,  el 11 de Agosto de 2014.
Esta no va a ser solamente una reseña de un libro, va a ser, y perdonadme el atrevimiento, una conminación a que, si no han leído nada de Sacheri, corran a la libreria más próxima y salgan de ese no. Ya. Ahora. Inmediatamente.
Es el autor de "La mentira de sus ojos", de variados libros de cuentos, y de una novela que para mi, es una novela perfecta : Papeles en el viento.
Dicho todo eso, este libro de relatos, no es uno de sus mejores libros, pero tiene ese candor y esa inocencia y esa ironía y esa cosa preciosa, que hace que cada relato, se transforme en el tuyo, en tus amigos, en tus carreras, en tus dolores y en tus navidades.


RESEÑADO por Rosi Torres Marino para LIBROS,  el 1 de Diciembre de 2014.
Con "Papeles en el viento" me emocioné y envidié secretamente a sus protagonistas. Con estos cuentitos que son un regalo y recogen los recuerdos de la niñez me he reído como pocas veces leyendo un libro. Y eso que mi niñez esta muy distante de la de el escritor, pero...¿ Hay algún momento en nuestras vidas en el que nos parezcamos mas unos a otros que en esa etapa? Llena de sonrisas y hasta carcajadas y llena también de ese sentido común que perdemos al hacernos grandes.

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
Una evocación de la niñez suburbana de Eduardo Sacheri a través de relatos breves de las andanzas de su grupo de amigos. Los recuerdos del fútbol, la bici, los juegos y travesuras compartidas por el autor de Esperándolo a Tito, La pregunta de sus ojos y Papeles en el viento.

Los amigos del barrio. La época en que la vida entera se presenta por delante. Héroes de carne y hueso. Aventuras.
En este libro Eduardo Sacheri convoca a sus amigos, mediante una interesante amalgama entre la ficción y la realidad. El fútbol, las carreras en bicicleta, los rompeportones en Navidad y las tensiones entre barras; carnavales, personajes ilustres y algunos mitos del barrio. No se sabe dónde terminan los hechos reales y empieza la fantasía. Allí reside el encanto. Las palabras se transforman en una cámara que proyecta imágenes de un grupo de amigos que vive la epopeya de saberse los dueños del mundo.

Los dueños del mundo (fragmento)

COLECTIVOS

Una de las mejores cosas que tenía el barrio de mi niñez era que, por la esquina de mi casa y todo a lo largo de Blanco Encalada, pasaba el colectivo. En esos tiempos de autos escasos y cuadras silenciosas, que por esa calle angosta y mansa apareciesen, cada quince o veinte minutos, esas moles rugientes y veloces, a nosotros nos parecía una aventura y un privilegio.
La línea era –sigue siendo– la 238. Lo decíamos cortado, como si fuera un número de teléfono que uno separa según su gusto: todo el mundo la llamaba “dos treinta y ocho”. No decíamos “doscientos treinta y ocho”, como hubiera correspondido. A unas cuadras pasaba el 136 y, tampoco sé por qué, la gente lo decía bien: “Ciento treinta y seis”.
Las dos líneas pertenecían a empresas diferentes: la 238 era de “Transportes Unidos de Merlo”. La TUM, para los íntimos. La 136 era de “Transportes del Oeste”. Los 238 eran rojos, los 136 eran celestes. En mi escuela cada empresa tenía su hinchada y sus fanáticos. Sosteníamos debates acalorados –y estúpidos– sobre cuál de las dos empresas era mejor, cuál hacía un recorrido más largo, cuál tenía colectivos más nuevos y mejor pintados. En mi barrio, por supuesto, todos éramos hinchas del dos treinta y ocho, y reconocíamos cada interno (el interno es el número chiquito que tienen al lado de la puerta y en la parte de atrás, y que lo identifica dentro de la empresa) a dos o tres cuadras de distancia. Verdaderos peritos en la materia. Festejábamos la compra de un colectivo nuevo como si fuera un éxito personal o de toda la barra, y en la escuela nos llenábamos la boca como si la enorme flota nos perteneciera. En realidad, eso de “enorme flota” nos quedaba un poco grande. Lo cierto es que la TUM era mucho más chica que la Transportes del Oeste, y hacía un recorrido minúsculo, comparado con el del 136, y sus internos lucían en general una cierta tendencia al destartalamiento. Pero el amor es el amor, y no conoce de razones. De manera que estábamos siempre dispuestos a defender al 238, con verdades, con mentiras o a puño limpio, si hacía falta.
Yo tenía un motivo personal para querer al 238, que no compartía con mis demás amigos salvo con Esteban: sus colectivos eran rojos, completamente rojos, parecidísimos a la camiseta de Independiente.

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