viernes, 19 de enero de 2018

ME LLAMO LUCY BARTON



“Creo conocer muy bien el dolor que de niños apretamos contra el pecho, que dura toda la vida, con una nostalgia tan profunda que ni siquiera eres capaz de llorar. Lo agarramos con fuerza, sí, con cada latido del corazón convulso: esto es mío, esto es mío, esto es mío.”

No he elegido bien las novelas para " despejarme", si algo no permite esta novela de Elizabeth Strout es despejar la mente.
Lucy..., una aspirante a escritora convalece de una operación de apendicitis y ajusta cuentas con el pasado, con la vida en un pequeño pueblo de la Norteamérica profunda que la arrastra a una espiral de inseguridad e infelicidad permanente.
Habla la sinopsis de un dialogo permanente con su madre, pero yo he percibido, más bien un dialogo interior con una espectadora materna que "quiere sin querer" y no aclara las oscuras escenas del pasado.
Si "la patria de un hombre es su infancia" Lucy es, claramente, apátrida.
Me ha gustado y me ha dejado el regusto amargo de esas novelas en las que no pasa nada pero todo ocurre.


Sinopsis (Ed. Duomo)
UNA HISTORIA ÚNICA, CONTADA DE
MUCHAS MANERAS, QUE QUEDA EN EL ALMA.
En una habitación de hospital en pleno centro de Manhattan, delante del iluminado edificio Chrysler, cuyo perfil se recorta al otro lado de la ventana, dos mujeres hablan sin descanso durante cinco días y cinco noches. Hace muchos años que no se ven, pero el flujo de su conversación parece capaz de detener el tiempo y silenciar el ruido ensordecedor de todo lo que no se dice. En esa habitación de hospital, durante cinco días y cinco noches, las dos mujeres son en realidad algo muy antiguo, peligroso e intenso: una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se aman.

Me llamo Lucy Barton (fragmento)
"En el Museo Metropolitano de Arte, que se yergue enorme y con muchos escalones en la Quinta Avenida de Nueva York, hay una sección en la primera planta que llaman el jardín de las esculturas, y yo debo de haber pasado muchas veces al lado de esa escultura concreta con mi marido, y con las niñas cuando se hicieron mayores, pensando sólo en comprar comida para mis hijas y sin saber realmente qué hacía una persona en un museo de esas características en el que hay tantas cosas que ver. En medio de esas preocupaciones y necesidades hay una estatua. Y hace poco –en los últimos años–, cuando la alcanzaba la luz cubriéndola de un tinte magnífico, me detuve a mirarla y dije: ¡Ah!
Es una estatua de mármol de un hombre con sus hijos al lado, y el hombre tiene una terrible expresión de desesperación, y los niños parecen aferrarse a sus pies, implorantes, mientras que él mira el mundo con ojos atormentados, tirándose de la boca con las manos, pero sus hijos sólo lo miran a él, y cuando al fin me di cuenta, dije para mis adentros: Ah.
Leí el letrero, que explicaba que los niños se ofrecen como comida a su padre, al que están matando de hambre en la cárcel, y que los niños solamente quieren una cosa: que desaparezca el sufrimiento de su padre. Dejarán que se los coma, contentos, muy contentos.
Y pensé: Ese hombre sí que sabía. Me refiero a la escultura. Sí que sabía.
Y también el poeta que escribió lo que muestra la escultura. Él también sabía.
Me acerqué al museo unas cuantas veces expresamente para ver a mi hombre-padre hambriento con sus hijos, uno de ellos aferrado a sus piernas, y cuando llegaba allí no sabía qué hacer. Era tal y como lo recordaba, y me sentía confundida. Más adelante caí en la cuenta de que conseguía lo que quería cuando lo veía como a escondidas, cuando tenía prisa por ir a ver a alguien en otro sitio, o si estaba en el museo con alguien y decía que tenía que ir al servicio, para escaparme y verlo a solas. Pero no a solas de la misma manera que cuando iba completamente sola a ver al hombre-padre asustado y muerto de hambre. Y siempre está allí, salvo una vez que no estaba. El guarda me dijo que estaba arriba, en una exposición especial, ¡y me sentí insultada por que otros tuvieran tantos deseos de verlo!
Ten piedad de nosotros.
Se me ocurrieron estas palabras más tarde, al pensar en mi reacción cuando el guarda me dijo que la estatua estaba arriba. Pensé: Ten piedad de nosotros. No quisiéramos ser tan insignificantes. Ten piedad de nosotros: se me pasa por la cabeza muchas veces. Ten piedad de todos nosotros. "




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