sábado, 11 de noviembre de 2017

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE NUESTROS PADRES


Dice Joël Dicker "No me consideraré escritor hasta dentro de 20 años..." , y dice bien porque mientras no encuentre un estilo propio debería "no considerarse" escritor.
Reseñé, en su momento, La verdad sobre el caso Harry Quebert, y ya recordareis que supuso una decepción tras la publicidad salvaje que habíamos soportado sobre el libro, en él, el autor realiza una mezcla literaria entre Philip Roth ...y la negra-nórdica que no llega a buen puerto, precisamente.
En Los últimos días de nuestros padres (¿....?) cambia radicalmente de estilo y viene a escribir como John LeCarré trufado con Hazañas Bélicas..., entretenido si, es entretenido,  aunque le sobran algunas páginas y nada más¡¡¡
Una opción para Navidad si no tienes otra cosa a mano....¡

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
La primera novela del «fenómeno planetario» Joël Dicker, ganadora del Premio de Escritores Ginebrinos.
Una combinación perfecta entre trama bélica de espionaje, amor, amistad y una reflexión profunda acerca del ser humano y sus debilidades, a través de las vicisitudes del grupo F del SOE (Special Operation Executive), una unidad de los servicios secretos británicos encargada de entrenar a jóvenes europeos para la resistencia durante la Segunda Guerra Mundial.
Personajes inolvidables, una documentación exhaustiva acerca de un episodio poco conocido de la Segunda Guerra y el incipiente talento de un jovencísimo Dicker, quien luego se consagrará con el fenómeno literario mundial La verdad sobre el caso Harry Quebert.

Los últimos días de nuestros padres (fragmento)

Primera parte

1.

Que todos los padres del mundo, a punto de abandonarnos, sepan el gran peligro que corremos sin ellos.
Nos enseñaron a caminar, y ya no caminaremos.
Nos enseñaron a hablar, y ya no hablaremos.
Nos enseñaron a vivir, y ya no viviremos.
Nos enseñaron a convertirnos en Hombres, y ya ni siquiera seremos Hombres. Ya no seremos nada.
Fumaban al amanecer, mientras contemplaban sentados el negro cielo que bailaba sobre Inglaterra. Y Palo recitaba su poema. Al abrigo de la noche, recordaba a su padre.
Sobre la colina donde se encontraban, las colillas teñían de rojo la oscuridad: habían adoptado la costumbre de venir a fumar allí a primera hora de la mañana. Fumaban para hacerse compañía, fumaban para no desesperar, fumaban para no olvidar que eran Hombres.
Gordo, el obeso, olisqueaba entre los matorrales imitando a un perro vagabundo, ladrando para ahuyentar a los ratones de campo entre la hierba húmeda, y Palo se enfadaba con el falso perro.
—¡Para, Gordo! ¡Hoy hay que estar triste!
Gordo se detuvo tras tres reprimendas y, enfurruñado como un niño, dio la vuelta al semicírculo que formaba la decena de siluetas y se fue a sentar al lado de los taciturnos, entre Rana, el depresivo, y Ciruelo, el tartamudo infeliz, secretamente enamorado de las palabras.
—¿En qué piensas, Palo? —preguntó Gordo.
—En cosas…
—No pienses en cosas malas, piensa en cosas bonitas.
Y con su mano grasa y regordeta, Gordo buscó el hombro de su camarada.
Los llamaron desde la escalinata del viejo caserón que se levantaba frente a ellos. El entrenamiento iba a comenzar. Inmediatamente, todos se pusieron en marcha; Palo permaneció sentado un instante más, escuchando el murmullo de la bruma. Volvía a pensar en su último día en París. Pensaba sin cesar en ello, todas las noches y todas las mañanas. Sobre todo las mañanas. Hoy hacía exactamente dos meses que se había marchado.
Había sucedido a principios de septiembre, justo antes del otoño; resultaba inevitable: era preciso defender a los Hombres, defender a los padres. Defender a su padre, al que sin embargo había jurado no abandonar nunca, años atrás, cuando el destino se había llevado a su madre. El buen hijo y el viudo solitario. Pero la guerra los había atrapado y, al elegir las armas, Palo había elegido abandonar a su padre. Ya en agosto sabía que iba a marcharse, pero había sido incapaz de anunciárselo. Sin coraje suficiente, solo pudo reunir el valor necesario para despedirse la víspera de partir, después de la cena.
—¿Por qué tú? —se atragantó su padre.
—Porque si no soy yo, no será nadie.
Con el rostro tan compungido como orgulloso, había abrazado a su hijo para infundirle valor.
Su padre había pasado el resto de la noche encerrado en su habitación, llorando. Lloraba de tristeza, pero le parecía que su hijo de veintidós años era el más valiente de los hijos. Palo había permanecido ante su puerta, escuchando los sollozos. Y de pronto se había odiado tanto por hacer llorar a su padre que se había cortado el torso con la punta de su navaja hasta hacerse sangre. Con el cuerpo herido frente a un espejo, se había insultado y había socavado más aún la carne a la altura del corazón para estar seguro de que la cicatriz no desaparecería nunca.

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