lunes, 6 de noviembre de 2017

LA FIESTA DE LA INSIGNIFICANCIA



Ni la portada, ni el título me auguraban una gran novela y, a veces, sólo a veces es mejor hacer caso a las intuiciones literarias.
Soberanamente aburrida, esta pretendida comedia "sesuda" y didáctica se me ha hecho eterna, a pesar, de que "sólo" tiene 70 páginas. Si el Sr. Kundera quiere ajustar cuentas con los comunistas, mejor que se busque otro método que repetir una anécdota de Stalin "mil veces" y si quiere decirnos que la existencia es insignificante que escriba un ensayo....bufff que aburrimiento¡¡¡¡¡
Para no ser dogmática os dejo otra crítica de Javier Aparicio, que sabe de literatura mucho más que yo y parece no haber leído la misma novela que yo, en el artículo hay un enlace para leer las primeras páginas de la novela: http://cultura.elpais.com/cultura/2014/08/27/babelia/1409135074_152924.html

Sinopsis (Ed. Tusquets)
Una desenfadada visión del mundo que recoge la esencia de toda la narrativa de Kundera.
Proyectar una luz sobre los problemas más serios y a la vez no pronunciar una sola frase seria, estar fascinado por la realidad del mundo contemporáneo y a la vez evitar todo realismo, así es La fiesta de la insignificancia. Quien conozca los libros anteriores de Kundera sabe que no son en absoluto inesperadas en él las ganas de incorporar en una novela algo «no serio». En La inmortalidad, Goethe y Hemingway pasean juntos durante muchos capítulos, charlan y se lo pasan bien. Y en La lentitud, Vera, la esposa del autor, dice a su marido: «Tú me has dicho muchas veces que un día escribirías una novela en la que no habría ninguna palabra seria…Te lo advierto: ve con cuidado: tus enemigos acechan». Pero, en lugar de ir con cuidado, Kundera realiza por fin plenamente en esta novela su viejo sueño estético, que así puede verse como un sorprendente resumen de toda su obra. Menudo resumen. Menudo epílogo. Menuda risa inspirada en nuestra época, que es cómica porque ha perdido todo su sentido del humor. ¿Qué puede aún decirse? Nada. ¡Lean!

La fiesta de la insignificancia (fragmento)
"Más o menos al mismo tiempo en que esa ligera sonrisa iluminaba inopinadamente la cara de Ramón, el timbre de un teléfono interrumpió las reflexiones de Alain acerca de la génesis de un perdonazos. Supo enseguida que era Madeleine. No es fácil comprender cómo podían esos dos hablarse siempre tanto tiempo y con tanto gusto cuando compartían tan pocos intereses comunes. Cuando Ramón explicó su teoría acerca de los observatorios, situados cada uno en un punto diferente de la Historia, desde los que la gente se habla sin poder comprenderse, enseguida Alain recordó a su amiga, ya que, gracias a ella, también él sabía que incluso el diálogo entre auténticos enamorados, si sus fechas de nacimiento están demasiado alejadas, no es sino una mezcla de dos monólogos que el otro sólo comprende en parte. Por eso, por ejemplo, nunca sabía si Madeleine deformaba los nombres de hombres célebres de antaño porque jamás había oído hablar de ellos o si los parodiaba adrede con el fin de hacer partícipe a los demás de que no sentía el menor interés por lo que hubiera ocurrido antes de su propia existencia. A Alain eso no le molestaba. Le divertía estar con ella tal cual era, e incluso se sentía aún más contento después, cuando se reencontraba en la soledad de su estudio, donde había colgado reproducciones de cuadros del Bosco, de Gauguin (y de quién sabe qué otros), que delimitaban para él su mundo íntimo.
Siempre había tenido la vaga idea de que, si hubiera nacido unos sesenta años antes, habría sido artista. Una idea realmente vaga, porque no sabía qué quería decir la palabra artista hoy en día. ¿Un pintor convertido en un decorador de escaparates? ¿Un poeta? ¿Existirán todavía los poetas? En las últimas semanas, lo que le había alegrado era tomar parte en la fantasía de Charles, en su obra para marionetas, en ese sinsentido que lo tenía cautivado precisamente porque no tenía sentido alguno.
A sabiendas de que jamás podría ganarse la vida haciendo lo que le habría gustado hacer (pero ¿sabía acaso lo que le habría gustado hacer?), había elegido, una vez terminados los estudios, un empleo en el que debía hacer valer no tanto su originalidad, sus ideas o su talento, como su inteligencia, o sea, esa capacidad aritméticamente medible que no se distingue entre distintos individuos sino cuantitativamente —unos más, otros menos—, siendo que Alain era más bien de los que tenían más; así pues, estaba bien remunerado y podía de vez en cuando comprarse una botella de Armagnac. Unos días antes, se había comprado una y descubierto en la etiqueta un número correspondiente al año de su propio nacimiento. Se dijo que la abriría el día de su cumpleaños para celebrar con los amigos su gloria, la gloria del eximio poeta que, gracias a su humilde veneración de la poesía, había jurado no volver a escribir un solo verso más.
Contento y casi alegre después de su larga charla con Madeleine, se subió a una silla con la botella de Armagnac, que dejó en lo alto de un armario (muy alto). Luego se sentó en el suelo y, apoyado contra la pared, fijó en ella la mirada, que lentamente la fue transfigurando en una reina. "

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