jueves, 21 de septiembre de 2017

JUEGO DE ESPEJOS




Decimonovena entrega de la serie de novelas protagonizadas por el Comisario Salvo Montalbano.

Tal vez no sea la mejor novela de Camilleri, ni el mejor caso de Montalbano, pero que placer leer una novela negra mediterránea con todos sus ingredientes bien mezclados y cocinados. Como en un juego el comisario va pasando de un escenario a otro hasta desembocar en un final que, no por previsto, es menos emocionante.
Vigatà en estado puro y nuestro Salvo más Salvo que nunca¡¡¡

Sinopsis (Ed. Salamandra)
La explosión de un pequeño artefacto frente a un almacén vacío, en pleno centro de Vigàta, y la consiguiente investigación puesta en marcha por el comisario Montalbano y su equipo, precipitan una serie de acontecimientos que se suceden de forma caótica y vertiginosa: pistas contradictorias, cartas anónimas, delaciones misteriosas... Montalbano tiene la sensación de que alguien pretende guiar sus pasos, confundirlo y manejarlo como si fuera una marioneta, alejándolo de la verdad de los hechos. Y cuando además entra en escena Liliana, su nueva vecina, una mujer de rompe y rasga cuyo marido se halla a menudo ausente por razones de trabajo, Salvo se encontrará inmerso en un mar de confusión que dificultará su trabajo más allá de lo tolerable.
Realidad e ilusión se confunden en esta última entrega del comisario Salvo Montalbano, en la que Andrea Camilleri rememora la magistral escena de los espejos de La dama de Shanghai, de Orson Welles, en la que sólo una de las imágenes es la auténtica. Para escapar de este laberinto de reflejos, Montalbano habrá de recurrir a su veteranía y su finísima intuición, sin perder nunca el irreverente sentido del humor que lo caracteriza.

Juego de Espejos (fragmento)

1"Llevaba unas dos horas sentado, como Dios lo había traído al mundo, en una especie de silla peligrosamente parecida a una silla eléctrica. Le rodeaban las muñecas y los tobillos unas argollas de hierro de las que salían manojos de cables que iban a parar a un armario metálico decorado con cuadrantes, manómetros, amperímetros, barómetros y luces —verdes, rojas, amarillas y azules— que se encendían y se apagaban sin cesar. En la cabeza llevaba un casco idéntico al que los peluqueros ponen a las señoras para hacerles la permanente, pero éste estaba unido al armario por un grueso cable negro dentro del cual había centenares de hilos de colores.
El profesor, cincuentón, con un corte de pelo estilo paje con la raya en medio, barbita de chivo, gafas con montura dorada, bata blanca inmaculada y expresión antipática y arrogante, lo había ametrallado con preguntas tipo:
«¿Quién era Abraham Lincoln?»
«¿Quién descubrió América?»
«Si ve un buen trasero de mujer, ¿qué piensa?»
«¿Nueve por nueve?»
«Entre un cucurucho de helado y un mendrugo de pan mohoso, ¿qué
prefiere?»
«¿Cuántos fueron los siete reyes de Roma?»
«Entre una película cómica y un espectáculo pirotécnico, ¿qué elegiría?»
«Si un perro lo ataca, ¿sale usted huyendo o le planta cara gruñendo?»
En un momento dado, el profesor se levantó de golpe de su asiento, hizo «ejem, ejem», se quitó una pelusa de la manga de la bata, miró fijamente a Montalbano, suspiró, movió la cabeza con desolación, suspiró de nuevo, volvió a hacer «ejem, ejem», pulsó un botón y, automáticamente, las argollas se abrieron y el casco se elevó."

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