sábado, 25 de agosto de 2018

UNO DE LOS NUESTROS

Un regalo de mi querida amiga Amelia Ruiz que me ha hecho disfrutar de nuevo de una novela de Tawni O'Dell, un thriller psicológico que, si bien, empieza de una forma un poco enrevesada y no engancha en las primeras páginas, luego se vuelve totalmente adictivo.
Lo de menos es que, aproximadamente en la mitad un@ averigüe el "quid de la cuestion", porque está bien escrito y mantiene la tensión hasta el final, con toques de historia de la emigración irlandesa a EEUU, que no se hacen pesados y que complementan la historia en su justo punto.
Me ha gustado.
Gracias amiga!!

Sinopsis (Ed. Siruela)
El doctor Doyle, psicólogo forense, es el arma definitiva de la oficina del fiscal del distrito de Filadelfia cuando la retorcida mente de algún asesino elude la habilidad de los demás expertos. Pero tras su exitosa carrera, sigue siendo solo Danny Doyle, el niño apocado al que todos intimidaban y que vive obsesionado con la trágica muerte de su hermana menor y los problemas mentales de su madre.
Al regresar a su pueblo natal para visitar a su abuelo, Danny encuentra por casualidad un cadáver en Lost Creek, donde una vez fuera ejecutado un grupo de mineros irlandeses que protestaban contra sus patronos. Curiosamente, la víctima está relacionada con la adinerada familia responsable de la muerte de aquellos trabajadores. Junto con el veterano detective Rafe, Danny seguirá los pasos del asesino, acercándose sin saberlo a algunas sorprendentes revelaciones sobre su entorno, su pasado y sobre sí mismo...
La autora de Ángeles en llamas vuelve a sumergirnos en una intensa historia de suspense, repleta de insospechados giros en la que los demonios personales, el conflicto de clases y la más fría venganza se mezclan en una absorbente y explosiva combinación.

Uno de los nuestros (fragmento)

Un recuerdo
Danny

—¡Ven, rápido, antes de que le dé por empezar a buscarte! —me llamó mi abuelo con un susurro angustioso desde debajo de la ventana de mi cuarto, encaramado en una carretilla puesta del revés y estirando los brazos, mientras mi padre rugía borracho en la planta de abajo. 
Nada más alcancé a distinguir sus enormes manos tendidas hacia mí en la oscuridad, con las palmas llenas de surcos negros y cicatrices azuladas. Cerré los ojos, trepé al alféizar de la ventana y me descolgué hasta sentir que me sostenía y estaba a salvo. 
—¡Silencio! —chistó mi abuelo sin ninguna necesidad, antes de que cruzáramos a toda prisa el patio trasero y echáramos a correr calle abajo hasta dejar atrás la hilera de casas silenciosas idénticas a la mía, ocupadas por inquilinos que desde hacía mucho preferían ignorar esos extraños rituales nuestros y la causa que había detrás. 
Siempre me olvidaba de ponerme los zapatos, incluso en pleno invierno, y llegaba a casa de Tommy con los calcetines húmedos y los pies helados. En verano acababa con las plantas doloridas y llenas de arañazos. Ya en el porche de la entrada, todavía resoplando y jadeando, Tommy y yo nos deteníamos un momento a mirar desde lo alto de la colina el tejado distante de la casa de mi padre y la ventana oscura de la derecha. La misma ventana por la que un rato antes se veía la luz rojiza de la lámpara de mi cuarto, tamizada con un pañuelo estampado de flores, el favorito de mi madre. Así era como avisaba a mi abuelo las noches en que a mi padre, por lo general incapaz de reparar en mí, se le metía en la cabeza la idea, espoleada por el alcohol, de que no debería haber nacido.

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