miércoles, 22 de agosto de 2018

LA ROSA ROJA


Leí, hace tiempo, una de las últimas novelas de Ingrid Noll, aclamada como una de las mejores autoras de novela policiaca europea, A la mesa, se titulaba y la recuerdo como un "despropósito" mezcla de ingenuidad y falsa intriga que me divirtió, en cierto modo aunque sin llegar a convencerme. Le he dado una segunda oportunidad con esta Rosa roja una de sus primeras obras, por si se había perdido algo por el camino, pero no. En este caso, ni siquiera hay diversión y si una trama monótona, llena de personajes raros y artificiales, con un final a la altura del aburrimiento que preside la novela entera.
Creo que las oportunidades se han terminado...!

Sinopsis (Ed. Circe)
Annerose es una ama de casa al filo de los cuarenta años; lleva una existencia sin sobresaltos en un tranquilo lugar de Alemania, donde además de cuidar de su familia y visitar a sus amigas encauza sus inquietudes creativas a través de la pintura. Pero esta apacible rutina provinciana se ve alterada cuando empiezan a aparecer en su casa flores y misteriosos mensajes de amor cuyo destinatario resulta ser Reinhard, su poco atractivo marido. A partir de ese momento la celosa Annerose irá descubriendo que, como en los lienzos que tanto admira —esos cuadros barrocos cargados de simbolismo que representan naturalezas muertas—, bajo la armonía de los ritos domésticos fluye a veces una tenebrosa corriente que arrastra pasiones ocultas e incluso algún cadáver inesperado. Ingrid Noll, una de las «grandes damas del crimen» europeas, nos ofrece una nueva muestra de su talento para combinar lo inquietante y lo cotidiano en esta novela donde el lector se enfrenta no sólo a una implacable trama de misterio sino también a una panorámica del mundo femenino, en la que confluyen la sutil ironía y una acerada capacidad de observación.

La rosa roja (fragmento)

I
La rosa roja
Un suelto ramo formado por rosas blancas y rosas, un aciano, tulipanes veteados de amarillo y rojo, como llamas, un narciso, un minúsculo pensamiento y varios jazmines se agavilla en un jarrón transparente. A través del cristal, se perfilan hojas y tallos en un agua que adquiere el verde oscuro y mate del fondo. Toda la luz incide en las flores, encendiendo sus colores, y cada una de ellas se acomoda a su aire, se vuelve hacia la derecha o la izquierda, se expande, yergue la cabeza con arrogancia o la esconde tras sus hermanas más vistosas. El único capullo del ramo, la rosita que se inclina, parece querer escapar del conjunto, como deseosa de esconderse púdicamente en un rincón.

A pesar de que las rosas rojas han sido fatídicas en mi vida, este capullo es mi preferido. El delicado carmesí de los pétalos tiene aguas amarillo crema junto a los puntiagudos sépalos verde tierno que han empezado a erguirse tímidamente, pero el gesto de la cabecita nos dice que la flor se marchitará sin abrirse. Daniel Seghers pintó este cuadro hace más de trescientos cincuenta años, y las rosas de su ramo están frescas, húmedas de rocío, como si las hubieran cortado esta mañana. No está la azucena, ni el lirio, ni la peonía, las flores de la Virgen, por lo que no me parece que se trate de una ofrenda piadosa. El ramo estaba destinado a una mujer corriente. Una mujer como yo.


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