domingo, 8 de julio de 2018

LABERINTOS DE LA NOCHE


Vigésimoprimera entrega de la serie de novelas protagonizadas por William Monk, que comenzó como detective en la Policía Metropolitana de Londres a principios del siglo XIX y ahora es el jefe de la Policía Fluvial de la ciudad y su esposa Hester Latterly enfermera diplomada que ejerció su profesión en la Guerra de Crimea a las ordenes de la formidable Florence Nightingale y en la actualidad dirige un dispensario en el que trata de atender a las capas más desfavorecidas de la sociedad.

La enfermera Hester Latterly, en mi opinión verdadera protagonista de esta serie de novelas, y su esposo el Comandante de la Policía Fluvial William Monk, se enfrentan a la corrupción del sistema médico victoriano,  con el subterfugio del avance de la medicina y la curación de enfermedades graves.
Como siempre, una novela entretenida y ágil, aunque últimamente a Perry se le desdibuja algunos personajes y el final de las tramas es demasiado abrupto para mi gusto.
Crimen y castigo en el Londres Victoriano con toques sociales que me encanta.

Sinopsis (Ediciones B)
William Monk y su inseparable compañera Hester, enfrentados a dos científicos convertidos en asesinos.
Los hermanos Rand -Magnus, un médico astuto, y Hamilton, un genio de la química- buscan obsesivamente una cura para lo que por entonces se conoce como la «enfermedad de la sangre blanca».
En un anexo del Hospital de Greenwich, la enfermera Hester Monk está atendiendo al adinerado Bryson Radnor, uno de los pacientes moribundos de los hermanos Rand, cuando topa con tres niños débiles y aterrorizados, y se da cuenta con horror de que los dos científicos los han comprado para realizar experimentos con ellos. Los Rand están a punto de conseguir una cura milagrosa, y no pueden correr el riesgo de que se conozcan sus experimentos...
Antes de que Hester pueda revelar el secreto, ella también cae prisionera. Mientras el comandante Wiliam Monk y sus fieles buscan a Hester en las oscuras calles londinenses y la bella campiña inglesa, el tiempo se agota para la valiente enfermera y los niños a los que intenta proteger.

Laberintos de la noche (fragmento)

1
Las pequeñas lámparas de gas titilaban a lo largo de las paredes del pasillo como si hubiera corriente de aire, pero Hester sabía que, siendo bastante más de las doce de la noche, todas las puertas estaban cerradas. Incluso las ventanas de las salas lo estarían a aquellas horas.
La niña permanecía inmóvil. Tenía los ojos muy abiertos y la piel tan blanca como el camisón que le llegaba por debajo de las rodillas. Sus piernas eran delgadas como palillos y llevaba sucios los pies descalzos. Daba la impresión de estar aterrorizada.
—¿Te has perdido? —le preguntó Hester con delicadeza.
No se le ocurría qué podía estar haciendo allí la chiquilla. Estaban en un anexo del Hospital de Greenwich. Por detrás daba al Támesis, bastante río abajo del inmenso Port de Londres y de la abarrotada ciudad. ¿Sería de alguna de las enfermeras, que la había colado a hurtadillas para no dejarla sola en casa? Eso iba contra las normas. Hester debía asegurarse de que nadie más la encontrara.
—Por favor, señorita —dijo la niña con un susurro ronco—. ¡Charlie se muere! Tiene que venir a ayudarlo. Por favor...
No había otro sonido en la noche, ninguna pisada en los suelos de piedra. El doctor Rand no entraría de turno hasta la mañana.
El miedo de la niña vibraba en el aire.
—Por favor...
—¿Dónde está? —preguntó Hester en voz baja—. Veré qué puedo hacer.
La niña tragó saliva y respiró profundamente.
—Es por aquí. He dejado la puerta atrancada. Podemos regresar, si se da prisa. Por favor...
—Vamos —convino Hester—. Indícame el camino. ¿Cómo te llamas?
—Maggie.
Se volvió y emprendió la marcha deprisa, sus pies descalzos eran silenciosos sobre el frío suelo.
Hester fue tras ella pasillo abajo, giró a la derecha y enfiló otro pasillo todavía peor iluminado. Tan solo podía ver la pequeña figura pálida que iba delante de ella y que cada dos por tres se volvía para asegurarse de que Hester aún la seguía. Se estaban alejando de las salas donde se trataba a los marineros enfermos o malheridos, adentrándose en las zonas administrativas y de almacenamiento. Hester no conocía bien el hospital. Se había ofrecido voluntaria temporal del turno de noche para hacerle un favor a Jenny Solway, una amiga que debía atender a un familiar que había caído enfermo repentinamente. Habían servido juntas a las órdenes de Florence Nightingale en Crimea. De eso hacía ya casi catorce años pero las experiencias que habían compartido —en espantosos campos de batalla, incluido el de Balaclava, y en el hospital de Sebastopol— fraguó una duradera amistad que permanecía inquebrantable aunque pasaran años sin verse.




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