"...y era tan dulce y tan triste esa sensación, que le hubiera gustado que durase siempre y echarse a llorar."
No hay duda de que Carrère es un maestro y esa maestría la demuestra en cada novela, cada ensayo, cada escrito...
Esta es una novela corta, pero su extensión no va pareja con su profundidad, relata tanto en tan pocas páginas que es imposible expresarlo en una reseña por muy larga que esta fuese y, además, no querría contarlo, porque está novela, hay que leerla.
Los sentimientos de un niño son difíciles de tratar y expresar, lo fácil es caer en la sensibleria, los lugares comunes y la simplificación, pero no es el caso; con su prosa que alguien ha definido como glacial, Carrère disecciona una familia, un colegio, unas vacaciones, un crimen y nos deja a las puertas del futuro....
Me ha encantado!!
No hay duda de que Carrère es un maestro y esa maestría la demuestra en cada novela, cada ensayo, cada escrito...
Esta es una novela corta, pero su extensión no va pareja con su profundidad, relata tanto en tan pocas páginas que es imposible expresarlo en una reseña por muy larga que esta fuese y, además, no querría contarlo, porque está novela, hay que leerla.
Los sentimientos de un niño son difíciles de tratar y expresar, lo fácil es caer en la sensibleria, los lugares comunes y la simplificación, pero no es el caso; con su prosa que alguien ha definido como glacial, Carrère disecciona una familia, un colegio, unas vacaciones, un crimen y nos deja a las puertas del futuro....
Me ha encantado!!
Sinopsis (Ed. Anagrama)
Nicolas, de ocho años, va a pasar una semana en la nieve. Va a disfrutar, junto con sus compañeros del colegio, de una semana de diversión en una estación de esquí. Es lo que en las escuelas francesas se conoce como semana blanca, que permite que los niños se oxigenen con unas breves vacaciones y rompan por unos días la rutina de las clases. En ese paisaje nevado y gélido, Nicolas conoce a su monitor de esquí y hace un nuevo amigo, el temible Hodkann, el terror de los dormitorios. Pero esos días de diversión tendrán para él mucho de viaje iniciático: el lector no tarda en ir percibiendo que sobre esa semana en la nieve planea una amenaza, un desasosiego difuso, una incertidumbre perturbadora, que se materializará de un modo terrible cuando llega la noticia de que en un pueblo vecino ha sido asesinado un niño... Mezclando la crónica de sucesos, el relato fantástico y el inquietante universo de los cuentos de Perrault o los Grimm, Emmanuel Carrère aborda con sutileza y auténtica maestría literaria los temores infantiles, las inseguridades de una etapa en la vida de una persona en la que los miedos pueden convertirse en pesadillas.
Nicolas, de ocho años, va a pasar una semana en la nieve. Va a disfrutar, junto con sus compañeros del colegio, de una semana de diversión en una estación de esquí. Es lo que en las escuelas francesas se conoce como semana blanca, que permite que los niños se oxigenen con unas breves vacaciones y rompan por unos días la rutina de las clases. En ese paisaje nevado y gélido, Nicolas conoce a su monitor de esquí y hace un nuevo amigo, el temible Hodkann, el terror de los dormitorios. Pero esos días de diversión tendrán para él mucho de viaje iniciático: el lector no tarda en ir percibiendo que sobre esa semana en la nieve planea una amenaza, un desasosiego difuso, una incertidumbre perturbadora, que se materializará de un modo terrible cuando llega la noticia de que en un pueblo vecino ha sido asesinado un niño... Mezclando la crónica de sucesos, el relato fantástico y el inquietante universo de los cuentos de Perrault o los Grimm, Emmanuel Carrère aborda con sutileza y auténtica maestría literaria los temores infantiles, las inseguridades de una etapa en la vida de una persona en la que los miedos pueden convertirse en pesadillas.
Una semana en la nieve (fragmento)
"Nicolás no supo qué contestar. Jamás se lo había planteado. En su casa nunca se escuchaba música, no había ni tocadiscos, y todos en el colegio consideraban un latazo la clase de música. El señor Ribotton, que era el profesor, les hacía dictados musicales, o sea, tocaba al piano notas que había que escribir en los pentagramas de un cuaderno especial. Nicolás no acertaba nunca. Prefería los resúmenes que dictaba el señor Ribotton sobre la vida de los grandes músicos: por lo menos eran palabras, letras que él sabía escribir. El señor Ribotton era muy bajito y cabezón, y aunque todos temían sus violentos ataques de ira que, según las crónicas del colegio, lo habían movido a tirarle un taburete en la cara a un alumno, se les antojaba un poco ridículo. Era notorio que los demás profesores no le tenían gran consideración, que nadie se la tenía. Su hijo, Maxime Ribotton, pequeño y mal proporcionado como él, estaba en la misma clase que Nicolás. Éste no sentía simpatía por Maxime, un mal alumno, hipócrita, sudoroso, que soñaba con ser de mayor inspector de policía, pero no podía pensar en él sin sentir una compasión casi dolorosa. Un día, un chico sentado en primera fila estiró las piernas en la tarima y, sin darse cuenta, ensució con las suelas de los zapatos los bajos del pantalón del señor Ribotton, que reaccionó con un furibundo ataque de ira. Aquella ira no inspiraba ni miedo ni respeto, más bien una compasión desdeñosa. Con rabia amarga, quejumbrosa, el señor Ribotton dijo que estaba harto de ir al colegio para que le pringaran los pantalones —unos pantalones que se había comprado con muchos apuros—, que todo estaba caro y que ganaba un sueldo de miseria, que si los padres del alumno que acababa de mancharle los pantalones tenían medios para pagar la tintorería, mejor para ellos, pero que él no los tenía. Le vibraba la voz al decir eso, parecía a punto de echarse a llorar, y a Nicolás le entraron ganas de llorar también, por Maxime Ribotton, hacia quien no se atrevía a mirar y que tenía que soportar el espectáculo de su padre humillándose ante sus compañeros, ese padre que exhalaba con tan espantoso impudor su rencor por haber sido hasta ese punto escarnecido por la vida. Luego, en el patio, se había quedado atónito oyendo a Maxime Ribotton evocar el incidente con tono displicentemente irónico, asegurando que no había que preocuparse cuando su padre montaba en cólera, pues se calmaba rápido. Nicolás imaginó entonces que, tras aquella escena, Maxime Ribotton abandonaría la clase sin decir palabra y no volvería por la escuela. Más adelante, se enterarían de que había caído enfermo. Algunos niños de buen corazón irían a visitarle. Nicolás se veía formando parte de ese grupo, eligiendo entre sus propios juguetes un regalo que pudiera hacerle a Maxime sin lastimar sus sentimientos. Imaginaba su mirada agradecida, su rostro y su cuerpo enflaquecidos, devorados por la fiebre; pero los regalos y las palabras amistosas de nada servirían, un día se enterarían de la muerte de Maxime Ribotton, el grupo de niños de buen corazón acudiría al entierro, y en lo sucesivo se prometerían ser amables y mostrarse compasivos con el profesor Ribotton, transido de dolor. No armarían barullo en sus clases, no saludarían con necias rimas los nombres de los grandes músicos que él pronunciaba con respeto, por ejemplo Chopin-calcetín, o Mendelssohn-cabezón.
[...]
Patrick hizo una mueca que expresaba a un tiempo respeto e ironía, y dijo que no tenía ese tipo de música, sino más bien canciones. Pidió a Nicolás que eligiera una casete: sólo tenía que coger el maletín que estaba en el asiento trasero y leerle los títulos de las carátulas. Nicolás obedeció. Leía con esfuerzo las palabras en inglés, pero Patrick completaba las primeras sílabas que Nicolás balbuceaba y, a la tercera casete, dijo que ésa estaba bien. Introdujo la cinta y estalló la música, a mitad de una canción. La voz era ronca, burlona, las guitarras percutían como latigazos. Producía una impresión de brutalidad, pero también de agilidad, como los saltos de una fiera. Sus padres, en cuanto oían ese tipo de música en la televisión, bajaban el volumen disgustados. De haberle preguntado alguien su opinión, Nicolás, en circunstancias normales, habría dicho que no le gustaba, pero aquel día se sintió transportado. Patrick, a su lado, tamborileaba sobre el volante para marcar el ritmo, se movía siguiendo el compás, de vez en cuando tarareaba una frase con el cantante. Lanzó al mismo tiempo que éste un pequeño gemido estridente. El coche circulaba en perfecta sincronía con la música, aceleraba cuando ésta aceleraba, cuando aminoraba tomaba amplias curvas, todo vibraba al unísono: los neumáticos que mordían la calzada, las curvas de la carretera, los cambios de marcha y sobre todo el cuerpo de Patrick que, a la par que conducía, ondulaba ágilmente, dibujando una sonrisa, con los ojos entornados por los rayos de sol que iluminaban el parabrisas. Nunca había oído Nicolás nada tan bonito como esa canción, todo su cuerpo participaba en ella; le hubiera gustado que su vida entera fuese así, viajar siempre en el asiento delantero de los coches escuchando ese tipo de música, y más adelante parecerse a Patrick: ser tan buen conductor como él, tan desenvuelto, tan soberanamente libre en sus movimientos. "
"Nicolás no supo qué contestar. Jamás se lo había planteado. En su casa nunca se escuchaba música, no había ni tocadiscos, y todos en el colegio consideraban un latazo la clase de música. El señor Ribotton, que era el profesor, les hacía dictados musicales, o sea, tocaba al piano notas que había que escribir en los pentagramas de un cuaderno especial. Nicolás no acertaba nunca. Prefería los resúmenes que dictaba el señor Ribotton sobre la vida de los grandes músicos: por lo menos eran palabras, letras que él sabía escribir. El señor Ribotton era muy bajito y cabezón, y aunque todos temían sus violentos ataques de ira que, según las crónicas del colegio, lo habían movido a tirarle un taburete en la cara a un alumno, se les antojaba un poco ridículo. Era notorio que los demás profesores no le tenían gran consideración, que nadie se la tenía. Su hijo, Maxime Ribotton, pequeño y mal proporcionado como él, estaba en la misma clase que Nicolás. Éste no sentía simpatía por Maxime, un mal alumno, hipócrita, sudoroso, que soñaba con ser de mayor inspector de policía, pero no podía pensar en él sin sentir una compasión casi dolorosa. Un día, un chico sentado en primera fila estiró las piernas en la tarima y, sin darse cuenta, ensució con las suelas de los zapatos los bajos del pantalón del señor Ribotton, que reaccionó con un furibundo ataque de ira. Aquella ira no inspiraba ni miedo ni respeto, más bien una compasión desdeñosa. Con rabia amarga, quejumbrosa, el señor Ribotton dijo que estaba harto de ir al colegio para que le pringaran los pantalones —unos pantalones que se había comprado con muchos apuros—, que todo estaba caro y que ganaba un sueldo de miseria, que si los padres del alumno que acababa de mancharle los pantalones tenían medios para pagar la tintorería, mejor para ellos, pero que él no los tenía. Le vibraba la voz al decir eso, parecía a punto de echarse a llorar, y a Nicolás le entraron ganas de llorar también, por Maxime Ribotton, hacia quien no se atrevía a mirar y que tenía que soportar el espectáculo de su padre humillándose ante sus compañeros, ese padre que exhalaba con tan espantoso impudor su rencor por haber sido hasta ese punto escarnecido por la vida. Luego, en el patio, se había quedado atónito oyendo a Maxime Ribotton evocar el incidente con tono displicentemente irónico, asegurando que no había que preocuparse cuando su padre montaba en cólera, pues se calmaba rápido. Nicolás imaginó entonces que, tras aquella escena, Maxime Ribotton abandonaría la clase sin decir palabra y no volvería por la escuela. Más adelante, se enterarían de que había caído enfermo. Algunos niños de buen corazón irían a visitarle. Nicolás se veía formando parte de ese grupo, eligiendo entre sus propios juguetes un regalo que pudiera hacerle a Maxime sin lastimar sus sentimientos. Imaginaba su mirada agradecida, su rostro y su cuerpo enflaquecidos, devorados por la fiebre; pero los regalos y las palabras amistosas de nada servirían, un día se enterarían de la muerte de Maxime Ribotton, el grupo de niños de buen corazón acudiría al entierro, y en lo sucesivo se prometerían ser amables y mostrarse compasivos con el profesor Ribotton, transido de dolor. No armarían barullo en sus clases, no saludarían con necias rimas los nombres de los grandes músicos que él pronunciaba con respeto, por ejemplo Chopin-calcetín, o Mendelssohn-cabezón.
[...]
Patrick hizo una mueca que expresaba a un tiempo respeto e ironía, y dijo que no tenía ese tipo de música, sino más bien canciones. Pidió a Nicolás que eligiera una casete: sólo tenía que coger el maletín que estaba en el asiento trasero y leerle los títulos de las carátulas. Nicolás obedeció. Leía con esfuerzo las palabras en inglés, pero Patrick completaba las primeras sílabas que Nicolás balbuceaba y, a la tercera casete, dijo que ésa estaba bien. Introdujo la cinta y estalló la música, a mitad de una canción. La voz era ronca, burlona, las guitarras percutían como latigazos. Producía una impresión de brutalidad, pero también de agilidad, como los saltos de una fiera. Sus padres, en cuanto oían ese tipo de música en la televisión, bajaban el volumen disgustados. De haberle preguntado alguien su opinión, Nicolás, en circunstancias normales, habría dicho que no le gustaba, pero aquel día se sintió transportado. Patrick, a su lado, tamborileaba sobre el volante para marcar el ritmo, se movía siguiendo el compás, de vez en cuando tarareaba una frase con el cantante. Lanzó al mismo tiempo que éste un pequeño gemido estridente. El coche circulaba en perfecta sincronía con la música, aceleraba cuando ésta aceleraba, cuando aminoraba tomaba amplias curvas, todo vibraba al unísono: los neumáticos que mordían la calzada, las curvas de la carretera, los cambios de marcha y sobre todo el cuerpo de Patrick que, a la par que conducía, ondulaba ágilmente, dibujando una sonrisa, con los ojos entornados por los rayos de sol que iluminaban el parabrisas. Nunca había oído Nicolás nada tan bonito como esa canción, todo su cuerpo participaba en ella; le hubiera gustado que su vida entera fuese así, viajar siempre en el asiento delantero de los coches escuchando ese tipo de música, y más adelante parecerse a Patrick: ser tan buen conductor como él, tan desenvuelto, tan soberanamente libre en sus movimientos. "