Decimotercera entrega de la serie de novelas protagonizadas por Charlie "Bird" Parker, detective privado en Maine, desde que abandonó la policía neoyorkina.
Este verano he vuelto con Charlie Parker y es que como dice Juan Carlos Galindo en El País:
" La novela negra es un género de personajes y algunos estamos enganchados a nuestros héroes de manera irremediable: forman parte de nuestra vida, año a año, les perdonamos sus pecados, rezamos para que no mueran, odiamos a sus enemigos. "
Y disfrutamos con sus hazañas que, en el caso de Parker, van más allá de lo humano.
Más de 400 páginas que he leído a "velocidad de crucero", sin prisa y sin pausa porque Connolly tiene esa virtud, tan escasa, de hacer creíble lo más increíble y contarlo muy - muy bien!!!
Seguramente no es la mejor de la serie (es que las hay muy buenas) pero me ha gustado mucho!!!
Sobre el argumento, no voy a decir nada, la portada ya dice mucho, y a Connolly hay que leerle!!!
Seguramente no es la mejor de la serie (es que las hay muy buenas) pero me ha gustado mucho!!!
Sobre el argumento, no voy a decir nada, la portada ya dice mucho, y a Connolly hay que leerle!!!
Sinopsis (Ed. Tusquets)
Viejas atrocidades están a punto de desvelarse, y viejos pecadores serán capaces de matar para ocultar sus pecados.
La canción de las sombras (fragmento)
1
Muerto el invierno y agonizante la primavera, el verano acechaba entre bastidores.
Poco a poco el pueblo de Boreas iba cambiando: se abrían y limpiaban los apartamentos de temporada, la heladería reponía existencias, y las tiendas y restaurantes se ponían a punto para la llegada de los turistas. Hacía sólo seis meses, los propietarios habían estado contando los ingresos para hacerse una idea de cuánto tendrían que apretarse el cinturón para sobrevivir. Cada año parecía dejarles un poco menos en los bolsillos y provocaba el mismo debate al final de la temporada: ¿seguimos o vendemos? Ahora, los que se habían quedado volvían a la brega, pero ni siquiera se podía palpar todavía el moderado optimismo de años anteriores, y había quienes murmuraban que se había ido para no volver. Tal vez la economía mejorara, pero Boreas estaba estancado, sumido en una decadencia imparable: una muerte lenta y costosa que se iba llevando la vida a pedazos. Era un pueblo agonizante, un ecosistema fallido, pero, pese a todo, muchos seguían allí, porque ¿adónde ir si no?
En Burgess Road, el Sailmaker Inn seguía cerrado; era la primera vez en setenta años que la gran dama de los hoteles de Boreas no abriría sus puertas para recibir a los visitantes estivales. La decisión de poner en venta el Sailmaker se había tomado la semana anterior. Los propietarios —la tercera generación de la familia Tabor que dirigía el hotel— habían regresado de su refugio invernal en Carolina con la intención de preparar el Sailmaker para los huéspedes, y parte del personal que contrataban para la temporada ya se había instalado en las viviendas que había al fondo de la finca. Ya se había empezado a cortar el césped y a quitar los guardapolvos de los muebles, y entonces, de la noche a la mañana, los Tabor revisaron las cuentas, decidieron que ya no podían soportar de nuevo la tensión y anunciaron que, finalmente, no reabrirían. Frank Tabor, un buen católico, dijo que tomar la decisión había sido como ir a confesarse y quitarse de encima el peso de sus pecados. Por fin podía irse en paz y dejar de agobiarse.
No hay comentarios:
Publicar un comentario