Vigesimotercera entrega de la serie de novelas protagonizadas por Kay Scarpetta, investigadora forense en Richmond, Virginia (EEUU)
Nunca sabré la causa de mi reincidencia con Patricia Cornwell y su forense May Scarpetta...., la única razón que se me ocurre es que, hace tiempo, mucho tiempo, fue uno de mis personajes favoritos del mundo-mundial. De esos tiempos ya no queda nada, los personajes se han retorcido y desvirtuado, hasta tal punto, que ya no reconozco a la elegante forense ítalo-americana, su sobrina superdotada, su enamorado agente del FBI y su incondicional Pete Marino policía, gordo, fumador y sentimental...
En esta vigesimotercera entrega de la serie, cuyo título original Depraved Heart es mucho más pertinente que el elegido en España (como es habitual), tenemos una doctora Scarpetta paranoica, autocompasiva, obsesiva e irreconocible; una Lucy Farinelli totalmente fuera de control hasta extremos grotescos; Benton opaco, extraño y rozando la traición y Pete Marino errático e incoherente....., todo ello trufado con la consabida colección de psicópatas, obsesionados con Scarpetta y su familia, entre los que destaca Carrie Gretchen a la que deberían llamar la inmortal, porque no desaparece ni con lejía....
Trama atropellada, deliberadamente (o no) confusa y que sólo he soportado practicando la "lectura rápida" con el único afán de saber a donde conduce el embrollo que es, inevitablemente, a otra entrega de esta serie que se ha devaluado a pasos agigantados.
No sé si volveré a caer, ahora mismo lo descarto totalmente.
Sinopsis (Ed. B de BOOKS)
La doctora Scarpetta se enfrenta a uno de los desafíos más difíciles de su carrera.
La médica forense Kay Scarpetta está trabajando en la escena de una muerte sumamente sospechosa en Cambridge, Massachusetts, cuando recibe en su móvil un mensaje urgente, que contiene un enlace. Se trata de un vídeo de vigilancia de hace casi veinte años, en el que aparece su sobrina Lucy, un genio de la informática, realizando actividades muy sospechosas. Al primer vídeo le siguen otros, y la doctora Scarpetta se ve obligada a reconocer que la vida de la joven, a la que ha criado y querido como a una hija, está rodeada de secretos.
Patricia Cornwell lanza a Kay Scarpetta y otros inolvidables personajes como su esposo Benton Wesley, del FBI, el detective Pete Marino y la propia Lucy, a una intensa odisea que incluye la misteriosa muerte de la hija de un magnate de Hollywood y una búsqueda entre los restos de un avión siniestrado en las profundidades del Triángulo de las Bermudas.
Mientras tanto, alguien con una mentalidad diabólica, casi inhumana, está tejiendo una trama que podría destruir la carrera y a los seres queridos de Kay Scarpetta, y llevar a su sobrina a prisión el resto de su vida.
Inhumano (fragmento)
1
Le regalé el osito vetusto a Lucy cuando tenía diez años, y ella lo bautizó como Mister Pickle. Está sentado sobre la almohada de una cama tensa cual catre militar, con sábanas de aire oficial remetidas en plan hospital.
El osito siempre aquejado de abulia me mira de manera ausente, con la boca de hilo negro torcida hacia abajo, en forma de V invertida, y yo debo haberme imaginado que se sentiría contento y hasta agradecido si le rescataba. Es irracional pensar algo así cuando hablamos de un animal de peluche, sobre todo si la persona que alumbra esos pensamientos es una abogada, científica y doctora a la que se supone fríamente clínica y lógica.
Experimento una mezcla de emociones de sorpresa ante la aparición inesperada de Mister Pickle en el vídeo que acaba de aterrizar en mi teléfono. Una cámara fija debe de estar enfocando hacia abajo desde un ángulo concreto, probablemente un agujero en el techo. Puedo discernir el suave tejido de sus zarpas, los dulces ricitos de su mohair verde olivo, las negras pupilas de sus ambarinos ojos de vidrio, la etiqueta amarilla de la oreja que pone STEIFF. Recuerdo que medía veintidós centímetros, por lo que resultaba un compañero agradable para un cometa veloz como Lucy, mi única sobrina, que, de hecho, era también mi única hija.
Cuando descubrí el oso de juguete décadas atrás, estaba en lo alto de una estropeada estantería de madera llena de inanes libros de lujo que olían a moho y versaban sobre jardinería y casas sureñas en una zona pija de Richmond, Virginia, llamada Carytown. Iba vestido con un mandilón blanco que le quité de inmediato. Arreglé bastantes sietes con suturas dignas de un cirujano plástico y lo metí en un fregadero lleno de agua tibia, donde lo lavé con un champú antibacterias que no dañara el color; luego lo sequé con un secador de aire frío. Decidí que era un macho y que tenía mejor aspecto sin mandilones ni demás disfraces tontos, y luego me dediqué a chinchar a Lucy diciéndole que era la orgullosa propietaria de un oso desnudo. Me dijo que ya se había dado cuenta.