miércoles, 17 de diciembre de 2014

MEMORIAS DE ADRIANO


Hace unos meses reseñamos en esta página Opus Nigrum de la autora belga-francesa-estadounidense Marguerite Yourcenar, hoy con motivo del aniversario de su muerte, el 17 de Diciembre de 1987 nos apetece reseñar la gran obra de su vida, Memorias de Adriano.
Nadie espere un "best-seller histórico" de esos tan al uso en la actualidad, Memorias de Adriano es otra cosa, se trata de un libro casi poético, escrito con una prosa culta y, a la vez, delicada, que narra en primera persona la vida de un emperador de novela, usando un personaje real y unas bases históricas documentadas, el libro es, ni más ni menos, que una novela por lo que Yourcenar se permite licencias, tanto en los personajes como en las situaciones y los pensamientos, que serían impensables si se tratase de un libro de historia, al uso.
Marguerite Yourcenar quedó atrapada en una frase de Flaubert:

"Los dioses no estaban ya, y Cristo no estaba todavía, y de Cicerón a Marco Aurelio hubo un momento único en que el hombre estuvo solo"....

Y sus Memorias de Adriano rinden culto a un hombre sabio y solitario que vivió en el siglo II d.C. y gobernó un imperio. Que la disfruten con calma y sosiego aquellos que quieran leerla¡ Para iniciarles en esta obra que vale toda una carrera literaria, un párrafo maravilloso, habla Adriano:

"Por aquel entonces empecé a sentirme dios. No vayas a engañarte: seguía siendo, más que nunca, el mismo hombre nutrido por los frutos y los animales de la tierra, que devolvía al suelo los residuos de sus alimentos, que sacrificaba el sueño a cada revolución de los astros, inquieto hasta la locura cuando le faltaba demasiado tiempo la cálida presencia del amor. Mi fuerza, mi agilidad física o mental, se mantenían gracias a una cuidadosa gimnástica humana. Pero ¿qué puedo decir sino que todo aquello era vivido divinamente? Las azarosas experiencias de la juventud habían llegado a su fin, y también su urgencia por gozar del tiempo que pasa. A los cuarenta y cuatro años me sentía libre de impaciencia, seguro de mí, tan perfecto como mi naturaleza me lo permitía, eterno. Y entiende bien que se trata aquí de una concepción del intelecto; los delirios, si preciso es darles ese nombre, vinieron más tarde. Yo era dios, sencillamente, porque era hombre. Los títulos divinos que Grecia me concedió después no hicieron más que proclamar lo que había comprobado mucho antes por mí mismo. Creo que hubiera podido sentirme dios en las prisiones de Domiciano o en el pozo de una mina. Si tengo la audacia de pretenderlo se debe a que ese sentimiento apenas me parece extraordinario, y no tiene nada de único. Otros lo sintieron, o lo sentirán en el futuro."

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