domingo, 21 de enero de 2018

AVISO DE MUERTE


Segunda entrega de la serie de novelas protagonizadas por Anne Capestan, comisaria de la policía judicial en París (Francia).

Segunda novela protagonizada por la brigada de Anne Capestan y...., casi mejor que la primera, si eso es posible.
En una trama compleja que incluye, otra vez, la corrupción policial, se entremezclan relaciones personales y familiares que aumentan el interés de esta brigada y todos sus "desastrosos" integrantes.
Por supuesto, el final abre la puerta a la tercera entrega que, esperemos llegue pronto!!
Me gusta!!!

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
La nueva voz de la novela negra francesa, sucesora de Fred Vargas y ganadora de los premios Polar en Séries, Arsène Lupin de Literatura Policiaca y de los Lectores de Livre de Poche, regresa con una nueva e hilarante aventura de la brigada más peculiar.
Lejos de haber alcanzado la gloria tras la brillante e inesperada resolución de su primer caso, Capestan y su estrafalaria brigada son vistos como traidores por el resto de sus colegas. Siguen relegados en el rincón más oscuro de la policía judicial y matan el tiempo decorando el árbol de Navidad o jugando al billar. Solo Anne mantiene la fe en su valía. Aun así, habría preferido evitar la investigación que le han asignado: el asesinato del comisario Serge Rufus, padre de su exmarido Paul. Capestan siempre odió a su suegro, pero todavía no ha sido capaz de olvidar al hijo. Mientras tanto, un hombre en Provenza descubre su nombre en un monumento a los caídos, perturbadora premonición que se cumplirá de inmediato y que hará que la brigada deje París para investigar unas muertes extrañamente anunciadas.

Aviso de muerte (fragmento)

1.

28 de noviembre de 2012, París
La comisaria Anne Capestan estaba peleando con la última remesa de impresoras defectuosas que le había concedido un departamento de suministros muy bromista. El aparato se emperraba en anunciar «nivel de tinta bajo» aunque Capestan acababa de cambiar el cartucho. Tras apretar todos los botones, la comisaria se rindió. No tenía nada de mucha importancia que imprimir. No estaba trabajando en nada de mucha importancia. No estaba ya trabajando en nada.
Tras arrancar en la profesión de forma deslumbrante, recibir una medalla de tiro olímpica y conseguir la mejor colección de galones que hubieran prendido nunca en el pecho de una comisaria joven, Capestan se había incorporado a la Brigada de Menores sin saber dónde estaba el límite de su resistencia emocional. Y allí, en un caso más cruel que los demás, había acabado por matar, así por las buenas, a un sospechoso. «La burguesa que desbarra, la dulzura kalashnikov», como decía su compañera Rosière, se había librado de que la despidieran a cambio de ponerse al frente de aquella unidad de policías desechados, una idea que se le había ocurrido al jefazo, Buron, que había hecho limpieza en la policía judicial reuniendo a todos los indeseables en un único servicio.
Resolver su primer caso, el mes anterior, no les había proporcionado a aquellos maderos quemados una consideración nueva, sino que, al contrario, los había sepultado bajo una nueva capa de desdén. Los que se chivaban de los polis: en eso se habían convertido. Los traidores. Una etiqueta urticantísima que le tenía escocida la conciencia a Capestan, y también el orgullo.
Por su parte, el comandante Lebreton se adaptaba a la situación con su flema habitual. Ya había pasado por el desprecio de los colegas, pues, tras haber pertenecido al glorioso RAID[1], la revelación de que era homosexual lo había llevado a Asuntos Internos, donde el atuendo de Judas le hacía las veces de uniforme. Allí, inconsolable tras perder a su pareja, le había costado más apechar con las discriminaciones. Tras ponerle una queja a su superior jerárquico aterrizó directamente en aquel aparcadero que se había inventado Buron. En ese preciso instante, recostado en el sillón y con los pies cruzados encima de la mesa, hojeaba Le Magazine du Monde para descansar de la lectura inútil de las carpetas viejas de casos archivados que llenaban el pasillo. Unas voces destempladas que llegaban de la habitación de al lado lo obligaron a bajar el periódico; atendió durante unos segundos, se encogió de hombros y siguió con el artículo.

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