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viernes, 11 de agosto de 2017

ME CASÉ CON UN COMUNISTA


Esta última semana en la que, finalmente, la Academia Sueca ha vuelto a olvidarse de Philip Roth en la concesión del Nobel de Literatura, he vuelto a leer la más incomprendida de las obras que configuran la Trilogía Americana (también llamada trilogía estadounidense) me refiero a Me casé con un comunista y nuevamente he disfrutado de una novela profunda, irónica, muy muy norteamericana; una novela que relata, realmente, una historia de amor, celos y venganza, de ideologías incomprendidas y sirve para mostrar el profundo analfabetismo político de los Estados Unidos de Norteamérica, la profunda hipocresía de una sociedad que, se vende, como la más democrática del mundo, eso sí, mientras los demócratas no piensen y digan, lo que no deben ni pensar ni decir.
Una obra para tiempos convulsos, una obra que no tuvo éxito, una obra que me encanta¡¡

Me casé con un comunista (fragmento)
"Sus ademanes y posturas eran del todo naturales, tendía a la verbosidad y era casi amenazante al expresar sus ideas. Le apasionaba dar explicaciones, clarificar, hacernos comprender, y por ello descomponía en sus principales elementos cualquier cosa de la que habláramos, con la misma meticulosidad con que efectuaba el análisis gramatical de una frase en la pizarra. Tenía un talento especial para dramatizar los interrogantes que suscitaban los temas, para darnos la intensa sensación de que estábamos escuchando un relato incluso cuando realizaba una tarea estrictamente analítica, y para examinar con toda claridad, a fondo y en voz alta, lo que leíamos y escribíamos.
Junto con la fuerza muscular y la evidente inteligencia, el señor Ringold aportaba a la clase una espontaneidad visceral que era reveladora para los chicos amansados y adecentados incapaces de comprender todavía que obedecer las reglas del decoro impuestas por un profesor no tenía nada que ver con el desarrollo mental. Su simpática predilección por arrojarte un borrador de pizarra cuando le dabas una respuesta errónea tenía más importancia de la que quizás él mismo imaginaba. O tal vez no, tal vez el señor Ringold sabía muy bien que aquello que los chicos como yo necesitábamos aprender no era sólo las manera de expresarnos con precisión y reaccionar con más discernimiento a lo que nos decían, sino a ser revoltosos sin ser estúpidos, a no disimular demasiado ni comportarnos demasiado bien, a iniciar la liberación del ardimiento masculino, encerrado en la corrección institucional que tanto intimidaba a los muchachos más brillantes."

sábado, 22 de noviembre de 2014

LA MANCHA HUMANA


Coleman Silk y sus secretos...uno tras otro como capas de cebolla en una sociedad que deja atrás el "american way of life", una época turbulenta en la Norteamérica de los intelectuales y los políticos, retratada magistralmente por Roth. Una novela que deja huella.
El verano del 98, marcado por el escándalo Lewinsky es el momento ideal para los hechos que se narran en esta novela en la que aparece Nathan Zuckerman como amigo del protagonista, un protagonista al que una frase, una sola frase, conduce directamente al desastre....
Cuando Philip Roth escribe todos los demonios se desatan y sus novelas remueven capas y capas de sentimientos que, ni siquiera, sabíamos que vivían en nuestro interior. Es difícil que un judío estadounidense interprete de forma tan fehaciente los sentimientos universales, de amor, pérdida, familia, adolescencia, pareja, traición, ridículo, odio......es impresionante reconocerse y es impresionante leer con tanto placer una prosa y rica y culta, que  no es pedante ni retorcida. 
La Mancha humana es una de mis novelas favoritas de Roth y el siguiente, uno de mis fragmentos favoritos:

“.....dejamos una mancha, un rastro, nuestra huella,....impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen... somos como los dioses griegos que son mezquinos, se pelean entre ellos, combaten, odian, joden...disipación, depravación, placeres groseros,.....Dios a imagen del hombre...”

Basada en la novela de Roth se rodó una película dirigida por Robert Benton en el año 2003 e interpretada por Anthony Hopkins,  Nicole Kidman y Ed Harris, entre otros, como suele suceder la película no hace justicia a la novela.

Sinopsis (Ed. Alfaguara)
En el turbulento verano de 1998 (mientras el país reacciona escandalizado al asunto Clinto-Lewinsky), Coleman Silk, profesor y decano del New Englands Athena College, es acusado de racismo por decir, inocentemente, una desafortunada expresión políticamente incorrecta. Su carrera y su reputación se arruinan, su mujer muere por el trauma, y Silk es marginado hasta por sus propios hijos.

La Mancha Humana (fragmento)

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Todo el mundo sabe


Corría el verano de 1998 cuando mi vecino Coleman Silk, quien, antes de retirarse dos años atrás, fue profesor de lenguas clásicas en la cercana Universidad de Athena durante veintitantos años y, a lo largo de dieciséis de ellos, actuó también como decano de la facultad, me dijo confidencialmente que, a los setenta y un años de edad, tenía relaciones sexuales con una mujer de la limpieza que contaba treinta y cuatro y trabajaba en la universidad. Dos veces a la semana la mujer limpiaba también la oficina de correos rural, una pequeña cabaña de grises tablas de chilla que evocaba el refugio de una familia okie, como se conoce a los trabajadores agrícolas migratorios, procedente de la región seca del sudoeste, allá por los años treinta y que, solitaria y con aspecto de abandono frente a la gasolinera y la única tienda del pueblo, exhibe la bandera norteamericana en el cruce de las dos carreteras que constituye el centro comercial de esta localidad en la ladera de una montaña.
Un día, a última hora, minutos antes del cierre, cuando fue en busca del correo, Coleman vio por primera vez a la mujer, alta, delgada y angulosa, el cabello rubio grisáceo recogido en una cola de caballo y los rasgos bien marcados y severos que suele asociarse a las amas de casa, dominadas por la Iglesia y muy trabajadoras que sufrieron las duras condiciones de vida en los comienzos de Nueva Inglaterra, severas mujeres de colonos aprisionadas por la moralidad imperante y sumisas a ella. Se llamaba Faunia Farley y, por mucho que hubiera sufrido, lo mantenía oculto tras una de esas caras huesudas e inexpresivas que, por otro lado, no esconden nada y revelan una soledad inmensa. Faunia ocupaba un cuarto en una granja lechera donde ayudaba al ordeño, a fin de pagar el alquiler. Había estudiado dos cursos de Enseñanza Media Superior.
El verano en que Coleman me hizo esa confidencia sobre Faunia Farley y el secreto de los dos fue, apropiadamente, el verano en que salió a la luz el secreto de Bill Clinton, con todos sus humillantes detalles, cada detalle natural, la naturalidad, al igual que la humillación, exudados por la causticidad de los datos concretos. No habíamos vivido una temporada semejante desde la época en que alguien tropezó con la nueva Miss América desnuda en un viejo número de Penthouse, unas fotos en las que posaba con elegancia, de rodillas o tendida boca arriba, y que obligaron a la avergonzada joven a devolver la corona y seguir su camino, que era el de convertirse en una famosa estrella pop. El verano del noventa y ocho en Nueva Inglaterra fue exquisito, cálido y brillante, y en cuanto a la liga de béisbol, el verano del mítico combate entre un dios blanco y un dios moreno del béisbol, mientras que de un extremo al otro de Norteamérica se desataba una orgía de religiosidad y de pureza, cuando al terrorismo, que había sustituido al comunismo como la amenaza predominante para la seguridad del país, le sucedió la mamada y un presidente de edad mediana, viril y de aspecto juvenil, y una empleada de veintiún años, temeraria y prendada de él, se comportaron en el Despacho Oval como dos adolescentes en un aparcamiento e hicieron que reviviera la pasión general más antigua de Estados Unidos, e históricamente tal vez su placer más traicionero y subversivo: el éxtasis de la mojigatería. En el Congreso, en la prensa y en las cadenas de televisión, los pelmazos virtuosos que actúan para impresionar al público, locos por culpabilizar, deplorar y castigar, estaban en todas partes moralizando a más no poder: todos ellos con un frenesí calculado de lo que Hawthorne (quien, en la década de 1860, vivió a pocos kilómetros de donde yo habito) identificó en el incipiente país de antaño como «el espíritu persecutorio»; todos ellos ansiosos por llevar a cabo los severos rituales de la purificación que eliminarían la turgencia de la división ejecutiva, allanando así el camino para que la hijita de diez años del senador Lieberman pudiera ver de nuevo la televisión en compañía de su azorado papá. No, si no habéis vivido en 1998, no sabéis lo que es la gazmoñería. William F. Buckley, que colabora simultáneamente en una serie de periódicos conservadores, escribió: «Cuando Abelardo lo hizo, era posible impedir que volviera a suceder», dando a entender que la fechoría del presidente, lo que Buckley denominó en otro lugar «la carnalidad incontinente» de Clinton, no se remediaba como era debido con algo tan incruento como un proceso de incapacitación, sino más bien mediante el castigo que, en el siglo XII, impusieron al canónigo Abelardo los cómplices, que blandían cuchillos, del colega eclesiástico de Abelardo, el canónigo Fulbert, porque aquel había seducido a la sobrina de este, la virgen Eloísa, casándose en secreto con ella. Al contrario que la fatwa de Jomeini que condenaba a muerte a Salman Rushdie, el nostálgico anhelo de Buckley de castigar por medio de la castración no comportaba ningún incentivo económico para cualquier posible perpetrador. Sin embargo, lo impulsaba un espíritu tan riguroso como el del ayatolá, y en nombre de unos ideales no menos exaltados.