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domingo, 19 de noviembre de 2017

UN OBJETO DE BELLEZA


RESEÑADO por Rossana Cabrera para LIBROS,  el 4 de Octubre de 2014.
Si se me hubiera ocurrido googlear el autor antes de comprarlo, no lo hubiera hecho.
Menos mal que no lo hice.
El libro-aunque excesivamente basado en la pintura para mi poco desarrollado gusto pictórico- está muy bien.
Y pensando en quien lo escribe, yo diría que sorprendentemente bien.
Y que target da en una reunión, decir ¿sabés que ese actor también escribe? leí uno de sus libros y... agg

Sinopsis (Ed. Random House Mondadori)
Capaz de cautivar con naturalidad a las personas que la rodean, Lacey Yeager irrumpe en la escena artística neoyorquina como becaria lista y divertida de Sotheby’s. Con su encanto, ambición y tácticas cuestionables y vagamente ilegales, asciende paso a paso el escalafón cultural; de catalogar pinturas pasa a tener éxito en el laberíntico y secretista mundo del arte. Su conocimiento acerca del arte, y especialmente de los coleccionistas de arte, crece rápidamente a medida que aumenta la lista de hombres que encandila y destruye sin remedio. Su ascensión a las más altas esferas de la vida social de la ciudad correrá en paralelo con las vertiginosas alturas y, también, las oscuras profundidades que alcanzó el mundo del arte en los años noventa en Nueva York.

Un objeto de belleza (fragmento)

PRIMERA PARTE


1


Estoy cansado, muy cansado de pensar en Lacey Yeager, y no obstante me preocupa que si no escribo su historia y la veo encuadernada y ordenada en la librería, no vaya a ser capaz de escribir nada más.
Me apellido Franks. Una vez, en la universidad, Lacey me cogió la cartera y leyó mi carné de conducir en voz alta, y así descubrió que me llamo Daniel Chester French en honor al escultor del monumento a Abraham Lincoln. Soy de Stockbridge, Massachusetts, donde vivió y trabajó Daniel Chester French, y mis padres, americanos de provincia, no comprendían lo ridículo que resultaba llamarse Daniel Chester French Franks. Lacey me contó que también tenía una relación familiar con el arte pero se negó a darme más datos aduciendo: «Es una historia demasiado larga. Ya te la contaré». Teníamos veinte años.
Me fui de Stockbridge, una ciudad a la sombra de su otro ciudadano todavía más famoso, el pintor de la América alegre, Norman Rockwell. Es una ciudad que se siente a gusto con el arte, pero, eso sí, con el arte no demasiado complicado, no con el que se enseña en instituciones educativas tras la secundaria. Mi objetivo, en cuanto descubrí que mis aspiraciones artísticas no venían acompañadas de un talento equivalente, era aprender a escribir sobre arte con claridad y fluidez. No es tan fácil como parece: cada vez que lo intentaba, acababa en un enrevesado embrollo retórico sin salida.
Al terminar la secundaria me mudé al sur, al Davidson College de Carolina del Norte, adonde llegó Lacey desde Atlanta, y allí los dos estudiamos historia del arte y mantuvimos relaciones sexuales una sola vez.
Incluso a la edad de veinte años, la entrada de Lacey en el aula era propia de una estrella de Broadway. Nuestros ojos la seguían por el pasillo, donde tomaba asiento con un experto golpe de melena. Cuando salía de la habitación se producía un momento de desinfle mientras todos regresábamos a la vida normal. Todo el mundo tenía claro que Lacey iba a alguna parte, aunque su camino a menudo dejara un rastro de sangre.