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lunes, 4 de diciembre de 2017

ASESINATO Y ÁNIMAS EN PENA


Me encanta esta editorial, el cuidado que pone en sus libros y los autores que nos ofrece, aunque de vez en cuando, se les cuele un gazapo en la pag.331 hablando del "...doceavo conde de..." (esta acotación se la dedico a Aglaé de La Torre, ella sabe porqué).
Decía que me encanta la editorial y me encanta descubrir nuevos autores, pero a este considerado como un genio del humor fino y el costumbrismo culto, definido por John Irving como "el Dickens de Canadá"; no he logrado "pillarle el punto". Quizás no he comenzado por el libro indicado, es el primero de su última trilogía inconclusa, o quizás el humor canadiense no es lo mío.
Lo cierto es que lo empecé con grandes expectativas, y me aburrió.

Sinopsis (Ed. Libros del Asteroide)
Connor Gilmartin, director de la sección de espectáculos del Advocate, un periódico de Toronto, sorprende a su mujer en la cama con otro hombre. El amante, que casualmente es un crítico del mismo diario, termina asesinando al atónito marido.
Sin embargo, este hecho no supondrá la completa desaparición de Connor, ya que su fantasma perseguirá al homicida hasta un importante festival de cine. Y mientras el crítico se esfuerza en analizar los largometrajes que proyectan, espectro y lectores nos convertimos en espectadores privilegiados de unas peculiares películas sobre la historia de la familia Gilmartin.
En la oscuridad de la sala, sentado junto a su asesino, realidad y ficción terminarán por confundirse… Con su tono más humorístico, Davies nos ofrece el fantástico retrato de un hombre cuya vida se ve repentinamente truncada, pero que renace a otro tipo de existencia mucho más lúcida y libre.
En la cumbre de su talento, el maestro canadiense nos regaló una de sus mejores obras, una nueva muestra de su talento que aúna reflexión y entretenimiento, sabiduría y emoción. Asesinato y ánimas en pena nos devuelve a Robertson Davies en estado puro.

Asesinato y ánimas en pena (fragmento)

1
Toscamente traducido

Nunca en mi vida me asombré tanto como cuando el Husmeador sacó el arma escondida de su funda y de un golpe me dejó tendido en el suelo, completamente muerto.

¿Cómo supe que estaba muerto? Tal como me pareció, recuperé la conciencia un instante después del golpe, cuando oí que el Husmeador decía con voz trémula: «¡Está muerto! ¡Dios mío, lo he matado!». Mi mujer estaba arrodillada a mi lado, me tomaba el pulso y ponía la oreja sobre mi corazón. Con un notable dominio de sí misma, dadas las circunstancias, dijo: «Sí, lo has matado».
2¿Dónde estaba yo? Contemplaba la escena desde muy cerca, pero no estaba en el cuerpo que yacía en el suelo. Mi cuerpo, con un aspecto que no había visto en mi vida. ¿Había sido yo un hombre tan grande? ¿No un hombre descomunal, no un gigante, pero de dos metros y bastante pesado? Así lo parecía, porque allí estaba tendido, con mi traje de verano no muy bien planchado, en contraste con mi mujer y el Husmeador, los dos desnudos, pues habían saltado de la cama —mi cama—, donde los había sorprendido.

Un cliché que se da a menudo en el mundo pero, para mí, una novedad: el marido encuentra a la mujer en la cama con el amante; el amante salta, saca un arma que tenía oculta y asesta al esposo un severo golpe —demasiado severo, según me parece ahora— en la sien, y el esposo cae muerto a sus pies. Mi asombro, como ya he dicho, fue el mayor de mi vida, sin que dejara sitio a la indignación. ¿Por qué rayos lo había hecho? ¿Y era verdad que no podía deshacerlo, tal como él y yo deseábamos con tanto fervor?
El Husmeador estaba aturdido, se había retirado, encogido, a la cama, se había sentado en ella y lloraba histéricamente.
—Vamos, para ya —dijo mi mujer furiosa—. No tenemos tiempo para estas cosas. Cállate y déjame pensar.
—Ay, Dios mío —gimoteaba el Husmeador—. Mi pobre amigo Gil. No quería hacerlo. No. No quería hacerlo. ¿Qué pasará ahora? ¿Qué me van a hacer?
—Si te cogen, lo más probable es que te ahorquen —dijo mi mujer—, así que deja de hacer ruido y haz exactamente lo que te digo. Primero de todo, ponte algo encima. No... espera. Primero limpia esa maldita cosa con un trapo y devuélvela a su funda. Está ensangrentada. Luego vístete, vete a tu casa, y procura que nadie te vea. Tienes cinco minutos. Entonces llamaré a la policía. ¡Date prisa! —¡La policía!
Su pavor era tan ridículo que me reí a carcajadas y entonces me di cuenta de que no podían oírme. El Husmeador estaba completamente amedrentado. No así mi mujer. Era valiente y decidida y admiré su dominio de sí misma.