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domingo, 10 de diciembre de 2017

DISPARA A LA LUNA


Sexta entrega de la serie de novelas protagonizadas por Lola MacHor, juez en Pamplona.

Es evidente que esta escritora ha perdido el norte, y los que le han otorgado el premio Azorín 2016, también.
Si la jueza MacHor ya era un personaje patético en las últimas novelas de la serie, en esta se corona como uno de los más "cutres" que cualquier lector detectivesco pueda imaginar. Boba, pedante, increíble, ñoña.....podría seguir pero ni el personaje, ni la trama lo merecen.
Calderón se mete en "un jardín" con la lucha antiterrorista, de fondo y lo "resuelve" de una forma tan penosa que, seguramente, será la última novela que lea de esta escritora o lo que sea...¡¡¡
Por no repetir adjetivos, penosa.

Sinopsis (Ed. Planeta)
Vuelve Lola MacHor.Lola MacHor recibe un insólito SMS de Juan Iturri, inspector de la Interpol en Lyon. Son sólo dos referencias enigmáticas, pero su instinto le asegura que su amigo está en peligro. A la vez, en presidencia del Gobierno, se recibe una carta con el sello de la Organización, en la que se reivindica el secuestro de Iturri. Junto a sus exigencias, anuncian su muerte en una semana en caso de que no se cumplan sus demandas. Villegas, el mayor experto antiterrorista español en suelo francés, es el encargado del caso, y Lola, gracias a su testarudez, consigue entrar en su equipo. Disponen de cuatro días para liberar a Iturri, pero nada es lo que parece.
La más auténtica Lola MacHor no defraudará a sus fieles lectores, quienes, además de disfrutar con su humor y su fino olfato, podrán comprender los complejos lazos que la unen a Juan Iturri, así como los estragos que pueden causar el odio y la venganza.

Dispara a la luna (fragmento)

PRÓLOGOComisaría de Bron, región de RódanoAlpes, Francia. 10 de diciembre
1Si formularan las preguntas oportunas, me vería obligada a responderlas. Por suerte, los agentes de la gendarmería francesa se empecinan en hacerme revelar datos que ignoro. Quieren saber qué relación tenía con el hombre cuyo cuerpo acaban de localizar en el número 30 de la calle de L’Humanité, junto a la chimenea. Ni siquiera tengo que mentir: la verdad absoluta es que no sé quién es. En mi deficiente francés, expongo que ni tengo ni nunca he tenido relación alguna con el difunto, de quien, por desconocer, desconozco hasta el nombre.
Estoy esposada con ambas manos a la espalda, en pie en medio de la sala, a dos pasos del cadáver, al que, a la espera de la llegada del furgón del anatómico forense, alguien ha cubierto con una sábana. Estoy inquieta y enojada, y la mejilla me arde tras el golpe recibido; sin embargo, esos sentimientos no me impiden captar el gesto malicioso de dos de los agentes, que intercambian miradas obscenas, y añado: —Quiero que quede constancia de lo que voy a declarar: no era amante, ni enemiga, ni esposa, ni colega del occiso. Sé que, dadas las circunstancias, resulta difícil de creer, pero les aseguro que lo
que digo es radicalmente cierto: el muerto era para mí un perfecto desconocido. Lo he visto por primera vez esta madrugada al acceder a esta vivienda. Estaba tendido en el suelo, con un charco de sangre ya oscura bordeándole la cabeza. Y con los calcetines… Bueno, creo que eso no hace falta mencionarlo: ustedes mismos han podido comprobarlo.