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viernes, 29 de diciembre de 2017

MATAR A OTRO PERRO


Es fabuloso descubrir a un escritor, fabuloso y reconfortante recuperar las palabras de un olvidado.

Marek Hłasko,  polaco de postguerra, coetáneo de Wislawa Szymborska, amigo de Polanski, outsider de la literatura, muerto a los 35 años tras una vida turbulenta llena de literatura y desastres.
Matar a otro perro, rescatada del olvido por la editorial Malpaso, es una novela picaresca de la postguerra europea, es la historia de dos timadores que actúan en Israel y cuyo único objetivo es conseguir dinero de americanas solitarias en viaje turístico.
Matar a otro perro encierra en su titulo toda la esencia de sus 200 páginas, es la metáfora de otro timo, otro golpe de suerte, una vez más.... para sobrevivir. Tiene un toque de amargura y humor negro, pinceladas de novela negra y sentimientos, muchos sentimientos pero ni una pizca de sentimentalismo.
Me ha gustado mucho y, sin duda, leeré de nuevo a este autor prematuramente desaparecido y en cuya tumba en Polonia puede leerse una frase que resume su vida y su obra:
"Su vida fue corta y todo el mundo le dio la espalda".

Sinopsis (Ed. Malpaso)
Esta novela tiene todos los ingredientes para convertirse en un libro de culto.
Híbrido de novela negra, sátira y fábula existencial, Matar a otro perro es la crónica de una estafa perpetrada por dos timadores emigrados a Israel cuya especialidad es desplumar a turistas adineradas. Los pocos días que dedican a planear y ejecutar uno de sus golpes, condensados en una vertiginosa sucesión de diálogos, le bastan a Marek Hłasko para articular un relato magistral y perfilar a dos personajes memorables: Jakub, galán en horas bajas con un pasado traumático y más escrúpulos de los aconsejables; y Robert, el cerebro de la farsa, teórico teatral de café y gran enamorado de Shakespeare, para quien, además de sacar un buen mordisco, lo fundamental es ofrecer una representación digna de su «público femenino».

Matar a otro perro (fragmento)

Desde Haifa había más de dos horas de viaje y, casi a medio camino, nos dimos cuenta de que aquel individuo estaba muy mal. El taxista dijo que ya faltaba poco para Tel Aviv, mientras conducía su vieja carraca a toda pastilla, haciendo chirriar los neumáticos en las curvas. Nos sentíamos un poco como actores de una película de gánsteres. En un momento dado, incluso intentó pararnos un policía; levantó la mano, pero el taxista no se detuvo. Por el retrovisor vimos que el policía iba a buscar la Harley, que tenía aparcada a la sombra, pero al final desistió; hacía demasiado calor. Se quitó el casco y se quedó allí, plantado en el centro de la carretera, enjugándose con la mano el sudor de la cara.
—¿Cómo está? —preguntó el taxista sin volver la cabeza.
—En las últimas—dijo Robert; se volvió hacia mí—. Silencio y oscuridad no le van a faltar ahora. A ver si se vuelve a sentir decepcionado.
—¿Lo conocíais?—preguntó el taxista. 
—No—dije.