Mostrando entradas con la etiqueta Leopoldo Alas "Clarín". Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Leopoldo Alas "Clarín". Mostrar todas las entradas

jueves, 20 de agosto de 2015

LA REGENTA


"Creo que fue Wieland quien dijo que los pensamientos de los hombres valen más que sus acciones, y las buenas novelas más que el género humano. Podrá esto no ser verdad; pero es hermoso y consolador...." Benito Pérez Galdós
Así comienza el prólogo que Don Benito escribió para La Regenta, una de las tres obras sobre mujeres con nombre de mujer y escritas por hombres, que relucen en el siglo XIX. 

Para mi, La Regenta, es una novela de verano, porque la he leído por primera vez un verano de mi juventud y  no hay mejor homenaje que leerla cada año o, cuando a una le apetezca.

Es, La Regenta, la mejor obra del escritor y una de las mejores de la literatura española de la época, y sorprende esa repercusión porque no es más, ni menos, que una historia provinciana, de una mujer provinciana y sus circunstancias, escrita por el más universal de los escritores provincianos, por un Clarín ateo y liberal que nos ha dejado con Ana Ozores uno de los personajes más redondos de nuestra literatura y con La Regenta una novela inolvidable.

Una novela maravillosa que hay que leer, al menos, una vez en la vida. Ha sido prologada por grandes escritor@s, pero creo que el prólogo de Don Benito Pérez Galdós, la hace más perfecta, si cabe.
Un fragmento que no refleja, ni siquiera, una parte de la genialidad de Clarín y la complejidad de sentimientos de la novela:

" En efecto, su tez blanca tenía los reflejos del estuco. En los pómulos, un tanto avanzados, bastante para dar energía y expresión característica al rostro, sin afearlo, había un ligero encarnado que a veces tiraba al color del alzacuello y de las medias. No era pintura, ni el color de la salud, ni pregonero del alcohol; era el rojo que brota en las mejillas al calor de palabras de amor o de vergüenza que se pronuncian cerca de ellas, palabras que parecen imanes que atraen el hierro de la sangre. Esta especie de congestión también la causa el orgasmo de pensamientos del mismo estilo: En los ojos del Magistral, verdes, con pintas que parecían polvo de rapé, lo más notable era la suavidad de liquen; pero en ocasiones, de en medio de aquella crasitud pegajosa salía un resplandor punzante, que era una sorpresa desagradable, como una aguja en una almohada de plumas. Aquella mirada la resistían pocos; a unos les daba miedo, a otros asco; pero cuando algún audaz la sufría, el Magistral la humillaba cubriéndola con el telón carnoso de unos párpados anchos, gruesos, insignificantes, como es siempre la carne informe. La nariz larga, recta, sin corrección ni dignidad, también era sobrada de carne hacia el extremo y se inclinaban como árbol bajo el peso de excesivo fruto. Aquella nariz era la obra muerta en aquel rostro todo expresión, aunque estricto en griego, porque no era fácil leer y traducir lo que el Magistral sentía y pensaba. Los labios, largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos por la barba, que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencia de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo. Podía asegurarse que aquellos labios guardaban como un tesoro la mejor palabra, la que jamás se pronuncia. 
(...)
En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego... "