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miércoles, 4 de octubre de 2017

14


RESEÑADO por Ricardo Cortat  para LIBROS, el 16 de Julio de 2014.
Tengo un libro por ahí, en la estantería, donde pone algo parecido a que los adjetivos son la muerte de la narración.
Hoy abreviaré, con tres adjetivos me sobra. Simplemente decir que son 100 páginas imperdibles, necesarias e imprescindibles.

Sinopsis (Ed. Anagrama)
Con esta novela Jean Echenoz se enfrenta a un nuevo reto literario que supera con maestría: ¿cómo escribir sobre la Gran Guerra, la primera guerra «tecnológica» del siglo XX, y la puerta, también, a medio siglo de barbarie sin precedentes?
La hábil y certera pluma del escritor francés avanza junto a los soldados en sus largas jornadas de marcha por los países en guerra, y acompaña también a cuatro jóvenes de la Vendée, Anthime y sus amigos Padioleau, Bossis y Arcenel, en medio de una masa indiscernible de carne y metal, de proyectiles y muertos, donde nadie ve nada, ni es nadie, sólo uno más del pelotón.
El escritor nos descubre también el vacío, la ausencia, el tenso silencio que dejan detrás los hombres cuando parten al frente, la huella de los exiliados, las plazas desiertas llenas de objetos sin dueño, después de la huida o de la ocupación. Pero también nos cuenta la vida que continúa, lejos de las trincheras, a través de personajes como Blanche y su familia, los propietarios de la fábrica Borne-Sèze. Y todo ello sin renunciar a esa sutil ironía que caracteriza la escritura de Echenoz, condimento imprescindible y seductor de un relato apasionante.
«El apabullante talento de Jean Echenoz, posiblemente uno de los más elegantes escritores de esta época, ha vuelto a conquistar a la crítica» (Miguel Mora, El País).

14 (fragmento)

1 Como el tiempo se prestaba a ello de maravilla y era sábado, día en que su cargo le permitía holgar, Anthime salió a dar una vuelta en bici después de comer. Sus proyectos: aprovechar el espléndido sol de agosto, hacer un poco de ejercicio, respirar el aire del campo y seguramente leer tumbado en la hierba, pues llevaba amarrado a la máquina con un pulpo un libro demasiado gordo para el portabultos de alambre. Una vez salió de la ciudad a rueda libre, y tras pedalear sin esfuerzo durante una decena de kilómetros de llano, tuvo que subir en bailón al presentarse una colina, balanceándose de izquierda a derecha y comenzando a sudar. No es que fuera una colina muy escarpada, ya se sabe la altura que alcanzan esas lomas en la Vendée, apenas un altozano leve pero lo bastante prominente para que pudiera uno disfrutar de la vista.
Nada más llegar Anthime al montículo, sobrevino una bruta y estrepitosa ráfaga de viento que estuvo a punto de arrancarle la gorra y de desequilibrar la bicicleta, una sólida Euntes pensada por y para eclesiásticos, que le había comprado a un vicario aquejado de gota. Ventoleras tan vivas, sonoras y repentinas no son habituales en pleno verano por esos pagos, sobre todo con semejante sol, y Anthime se vio obligado a plantar un pie en el suelo, el otro pegado al pedal, la bicicleta ligeramente inclinada mientras se encasquetaba la gorra azotado por el ensordecedor ventarrón. Acto seguido contempló el paisaje que se desplegaba a su alrededor: pueblos desperdigados y un sinfín de campos y pastos. Invisible, pero presente, a veinte kilómetros al oeste, respiraba también el océano, donde se había embarcado cuatro o cinco veces aunque, en tales ocasiones, al no saber pescar, Anthime no había sido de gran utilidad a sus compañeros, por más que su profesión de contable lo autorizaba a ejercer el papel siempre bien recibido de anotar e inventariar las caballas, pescadillas, acedías, rodaballos y otras platijas al regresar del muelle.
Corría el primer día de agosto y Anthime dejó vagar la vista por el panorama: desde aquella colina donde estaba solo, vio desgranarse cinco o seis pueblos, aglomeraciones de casas bajas apiñadas bajo un campanario, conectadas por una fina red vial por la que circulaban no tanto los contados automóviles como los carros de bueyes y de caballos que llevaban las cosechas de cereales. Con ser un paisaje sugestivo, se veía turbado momentáneamente por aquella irrupción ventosa, atronadora, a todas luces inhabitual en aquella estación y que, obligando a Anthime a sujetarse la visera, colmaba todo el espacio sonoro. Tan sólo se oía aquel aire en movimiento, eran las cuatro de la tarde.