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viernes, 24 de noviembre de 2017

GATO QUE APARECE EN LA NOCHE


RESEÑADO por Rossana Cabrera para LIBROS,  el 20 de Diciembre de 2014.
Henry Trujillo es uno de los autores uruguayos que me gusta más.
Y tiene una "modernidad" y un ritmo que muchos de nuestros autores desconocen.
Esta edición reúne dos novelas: Torquator y El vigilante.
Ambas tienen misterio, suspenso y esa cosa de thriller psicológico que está tan de moda. Aunque no son novelas demasiado nuevas.
Y tiene también tres cuentos que me recordaron un poco a Poe. Son muy buenos.

Sinopsis (Ed. Banda Oriental)
Con sus dos nouvelles, Torquator y El Vigilante, el autor, oriundo de Mercedes, ha atrapado la atención de la crítica y los lectores que lo sitúan en la primera línea de los jóvenes narradores uruguayos. Seguro de sí y sabiendo desde el comienzo hacia dónde nos quiere llevar, con un estilo sutilmente tenso y nervioso, Trujillo nos arrastra a una lectura apremiante en la que siempre queda algo por resolver, como en la mejor novela policial. Este volumen, que incluye también tres cuentos breves, confirma la maestría del escritor para el manejo de los tiempos narrativos y el suspenso.

Gato que aparece en la noche (fragmento)

Llovía. En el atardecer las gotas dibujaban extrañas imágenes en la ventana del pequeño cuarto donde X rumiaba su pobreza. Había estado buscando trabajo todo el día y, al regresar, el chubasco lo había sorprendido. Un tanto deprimido, X se recostó en su cama. Poco a poco, el rectángulo de cielo que contemplaba fue haciéndose más gris y apagado hasta que al fin dejó la habitación en penumbras. X, entonces, procedió a hacer un breve inventario de sus posesiones. Primero, su mirada se posó en el ropero; allí descansaban unas pocas y pobres prendas, limpias pero apolilladas. Al lado del ropero encontró la mesa; sobre ella un plato, un vaso, un tenedor, un cuchillo y la cocinilla a querosene. Más allá el termo, el mate, un paquetito con yerba y un recipiente con algo de leche que había comprado temprano para que le sirviera de desayuno, almuerzo y cena. Y eso era todo. No, algo más le pertenecía: la bolsita de tabaco que tenía en el bolsillo de la camisa.
Palpó la bolsa con una mezcla de placer y dolor. Dos cigarros. Tenía tabaco para armar dos cigarros y algo le decía que serían los últimos. No los fumaría ahora. Un mate caliente y un cigarro fumado con fruición eran un tesoro que él no cambiaría por el de un jeque árabe. X sabía qué era la vida, conocía el sabor agridulce de las pequeñas alegrías, agradecía cada rayo de sol que entibiaba sus párpados cansados. Y si era invierno, el calor de la cocinilla empañando la ventana azotada por el frío transformaba el cuarto en un palacio. Él, entonces, solo y en paz, se quedaba mirando ese mundo feroz, allá fuera, tan lejos.
Pero ahora ese mundo había invadido su pobre hogar envolviéndolo en un abrazo de hielo y la desolación había pintado las paredes de gris. ¿Qué le quedaba? Solo los cigarros y una cebadura de yerba. Era verdad, siempre se podía luchar. Siempre se podía lanzar un desesperado puñetazo contra esa pared invisible y dura. Siempre podía uno levantarse de sus propias cenizas y mostrar los dientes al infortunio. Pero, pensó X, ¿para qué?