miércoles, 24 de enero de 2018

CAÍDA LIBRE


"En qué momento dejó de atreverse a decir “no”? ¿Cuándo renunció a ser “ella”? ¿Por qué acepto perder la libertad? Estas son algunas de las preguntas que se plantea Emma..."

Sue Kaufman relata la vida de una mujer rica en New York cuando pierde pie y no es capaz de entender que ocurre.
Independientemente del lugar, la época, la clase social y otras circunstancias Emma representa un paradigma de las mujeres en la sociedad occidental, aparentemente todo va bien, en el fondo hay huecos tan oscuros y profundos que cuando tus pies los tocan entras en caída libre y nada, ni nadie puede detenerte; sólo tú puedes hacerlo.
Ácida e hilarante, a ratos, he disfrutado de la prosa de Kaufman y seguiré haciéndolo.

Sinopsis (Ed. Círculo de Tiza)
Y pensar que se había sentido culpable y avergonzada, que se había echado en cara su miedo a los cuerpos en caída libre.Emma podría considerarse una mujer afortunada. Casada con un prestigioso editor literario y madre de un adolescente, su vida se mece en la seguridad económica y la estabilidad familiar en un lujoso barrio de Nueva York.
Hasta que todo lo que conformaba su apacible horizonte se viene abajo.
Su tiránica madre muere después de una dolorosa enfermedad y ella misma sufre una dolencia de origen desconocido. Su delicada salud le obliga a contratar una asistenta latina que irrumpe en las vidas de todos como un huracán. Además, en medio del naufragio de lo que había sido una existencia privilegiada, Emma presencia la caída de un hombre desde un rascacielos, lo que es para ella la premonición de un mundo, el suyo, que se derrumba.
A partir de ahí, Emma comienza un repaso de su propia vida, jalonada de renuncias y sutiles humillaciones que han ido marcando su biografía. La sumisión femenina entendida como el código de conducta de la alta sociedad, la represión sistematizada de las mujeres, la resignación como alineación… Y la valentía para romper con todo, recuperar su identidad y arrancarse el miedo.
Caída Libre es el relato de porqué hay que tocar fondo para volver a tomar impulso. Contada con humor irreverente, la novela se mueve entre el milagro y el desastre. Un libro que demuestra que la liberación de la mujer, como toda revolución, empieza con el reconocimiento de una verdad que duele. Una novela construida con la mirada inteligente y afilada de la autora de Diario de un ama de casa desquiciada.

Caída libre (fragmento)

Una especie en extinción

Lunes, 8.21

—Em. ¿Has visto eso?
Emma rio.
—Fue lo primero que vi cuando volví del hospital. Pero no entiendo. ¿Acaso no lo habías visto tú antes?
—Sí, pero parece haberse expandido de un día para otro. Ocupa toda la jodida pared. ¿Y qué es? ¿Qué se supone que es? ¿Un ordenador o algo así?
—No. Le pregunté y me dijo que no.
—Tal vez un conjunto de consolas como las que tenían en el Centro de Control. ¿Te acuerdas de que le interesaban más las imágenes de Houston que las que transmitían en directo de la nave espacial o de la Luna?
—Me acuerdo. Y también se lo pregunté. Se puso muy molesto y me dijo que, si se le ocurriera construir algo así de tonto y arcaico (sí: arcaico), se las arreglaría para darle el aspecto que supuestamente debía tener. Dijo que esa era la apariencia necesaria: un montón de equipamiento eléctrico y componentes viejos.
—Sí. En fin. Sin duda es eso. ¿Y sirve para algo? ¿Funciona?
—¿… servir? ¿Funcionar?
—Bueno, que si se enciende o zumba o hace sonar campanitas.
Emma volvió a reírse.
—No. Faltaría más. Me juró que ninguno de los cables estaba conectado a los enchufes ni a baterías. Lo cual es un alivio. Porque menudo riesgo de incendios hubiera podido ser.
A juzgar por el sonido que hizo Harold, quedó claro que él hubiera preferido con mucho el riesgo de incendios.
Estaban los dos de pie ante la puerta del cuarto de su hijo, Benjy: Emma Sohier, pálida y débil por efecto de una enfermedad reciente, aún en pijama y en bata; Harold Sohier, robusto y rozagante, vestido para ir al trabajo, con el maletín en la mano. Eran las ocho y veintitrés minutos de una calurosa mañana de octubre. Benjy se había marchado al colegio a las ocho. Harold, a punto de salir, había pasado delante de la habitación de Benjy y se había parado en seco y llamado a Emma. Aun sintiéndose mareada, Emma había acudido a su lado, y miraban en un silencio desanimado aquella cosa que había llevado a Harold a detenerse: la pared izquierda cubierta de arriba abajo por estanterías, excepto en el espacio central que ocupaba un escritorio de arce con su silla. Un carpintero había colocado los estantes cuando se habían mudado el año anterior, y hasta hacía un mes estos habían albergado cosas acumuladas a lo largo de once años, las posesiones de un niño totalmente normal de once años que, como era obvio, era incapaz de tirar nada.

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