lunes, 20 de noviembre de 2017

EL MATRIMONIO AMATEUR


RESEÑADO por Rossana Cabrera para LIBROS, el 15 de Octubre de 2014.
No es que no me gustó. No, no. Sí me gustó. Pero no es uno de esos libros para recomendar y para gritar que no lo dejen pasar.
Es uno de esos libros medianos de los que están llenas todas las estanterías.
Es entretenido y no requiere concentración. Lo cual no es fácil de lograr aunque lo parezca.
La autora tiene mejores, eso sí.

Sinopsis (Ed. Punto de Lectura)
Anne Tyler (Pulitzer 1989) explora con agudeza, humor y ternura los hilos que sostienen a una pareja incompatible y las consecuencias de su unión a lo largo de tres generaciones.

Desde el momento en que la vio entrar con su abrigo rojo en el colmado del barrio polaco de Baltimore, él se quedó fascinado. Y antes de que terminara la guerra, se casaron apresuradamente.
Pero Pauline -atolondrada, impulsiva y pasional- y Michael -sensato, impasible y práctico- quizá no estaba hechos el uno para el otro. Y lo que con veinte años parecía fácil se hizo más complicado algún tiempo y tres hijos más tarde...

El matrimonio amateur (fragmento)

1

Vox pópuli
En el barrio cualquiera habría podido contar cómo se habían conocido Michael y Pauline.
Ocurrió un lunes por la tarde, a principios de diciembre de 1941. Era un día normal y corriente en St. Cassian, una modesta calle de estrechas casas adosadas típicas de la zona este de Baltimore, pequeños hogares muy bien cuidados entre los que se intercalaban tiendas no más grandes que salitas de estar. Las gemelas Golka, con idénticas pañoletas, comparaban los coloretes del escaparate de la droguería Sweda. La señora Pozniak salió de la ferretería con una diminuta bolsa de papel marrón que tintineaba. El Ford Model B del señor Kostka pasó despacio, seguido por el Chrysler Airstream de un desconocido, que produjo un elegante silbido; luego pasó Ernie Moskowicz en la maltrecha bicicleta de reparto del carnicero.
En el colmado Anton —un cuchitril oscuro y abarrotado con un mostrador de madera con forma de L y estantes que llegaban hasta el techo—, la madre de Michael envolvía dos latas de guisantes para la señora Brunek. Las ató fuertemente y se las entregó sin sonreír, sin un «Hasta pronto» ni un «Me alegro de verla». (La señora Anton no había tenido una vida fácil.) Uno de los hijos de la señora Brunek —¿Carl? ¿Paul? ¿Peter? Todos se parecían mucho— pegó la nariz al cristal de la vitrina de las golosinas. Una tabla de madera del suelo crujió cerca del expositor de cereales, pero no eran más que los huesos del viejo edificio, que se asentaban un poco más en la tierra.


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