domingo, 8 de octubre de 2017

ARRANCAD LAS SEMILLAS, FUSILAD A LOS NIÑOS


RESEÑADO por Rossana Cabrera, para LIBROS,  el 24 de Agosto de 2014.
La elección del título no fue casual, caminaba por la calle Corrientes, en Buenos Aires, buscando ofertas, y el título pareció resumirme los titulares de televisión.
No lo pensé dos veces, me gusta el escritor.
Y sí, dentro de las páginas hay mucha crueldad, como sugiere el título, los niños están muy solos, y cuenta la historia de un grupo de niños de reformatorio en época de guerra.
Pero no están tan solos como los niños en las guerras de ahora. Ni hay tanta crueldad en la ignorancia de aquel entonces como la hay en la ignorancia de hoy.
Un libro que vale doble

Sinopsis (Ed. Anagrama)
La primera novela del más celebrado escritor japonés viviente, "Arrancad las semillas, fusilad a los niños" narra las proezas de quince chicos adolescentes de un reformatorio, evacuados en tiempo de guerra a un remoto pueblo de montaña, cuyo alcalde cree que hay que suprimir a los revoltosos «desde la semilla». El narrador, que es el cabecilla de la banda, su hermano pequeño y sus colegas son todos delincuentes marginados, temidos y detestados por los campesinos del lugar. Cuando se declara una epidemia, los habitantes del pueblo los abandonan y huyen, encerrándolos dentro del pueblo vacío; el breve intento de los chicos de construirse una vida autónoma de dignidad, amor y valor tribal, como reacción a la muerte y a la adulta pesadilla de la guerra, está condenado inevitablemente al fracaso. Esta novela, en la que aparecen ecos desde Mark Twain y el Golding de "El señor de las moscas" hasta Mailer y Camus, encierra todas las cualidades que distinguen la escriture de Oé: su ira radical, su evocación de mito y arquetipo y su extraordinario estilo poético.

Arrancad las semillas, fusilad a los niños (fragmento)

1
LA LLEGADA
Dos de los nuestros habían huido durante la noche, y por eso no nos pusimos en camino antes de que amaneciera, como era habitual. Para matar el rato, tendimos al débil sol de la mañana nuestros bastos capotes verdes, todavía húmedos a causa del diluvio caído la noche anterior, y contemplamos las turbias aguas del río, que entreveíamos más allá de unas higueras que se alzaban al otro lado del camino, del que nos separaba un seto bajo. La intensa lluvia había dejado el camino lleno de surcos, por los que corría un agua cristalina. El río bajaba muy crecido, porque aguas arriba se había roto una presa por la acción conjunta de la lluvia y el deshielo, y su corriente embravecida emitía un sordo rugido y arrastraba perros, gatos y ratas muertos a una velocidad vertiginosa.
Al cabo de un rato, los niños y las mujeres de la aldea se congregaron en el camino; nos miraban con ojos en los que se mezclaban la curiosidad, la timidez y una insolencia contenida; de vez en cuando, intercambiaban rápidos comentarios en voz baja o soltaban bruscas carcajadas, lo que nos irritaba sobremanera. Para ellos, éramos seres de otro planeta. Algunos de los nuestros se acercaron al seto y se pusieron de puntillas para mostrarles sus penes inmaduros, colorados como fresones. Una mujer de mediana edad, que se había abierto paso a codazos entre el grupo de chiquillos que se partían de risa, contemplaba el espectáculo con los labios apretados y la cara roja como un tomate, y les hacía comentarios rijosos a sus amigas, algunas de las cuales sostenían niños de pecho, entre grandes risotadas. Sin embargo, como aquel juego se había repetido en innumerables ocasiones en los pueblos por los que pasábamos, ya no nos divertía la desvergonzada excitación que mostraban las campesinas a la vista de nuestros penes circuncidados, práctica habitual a que se sometía a los muchachos enviados a un reformatorio.

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