domingo, 24 de septiembre de 2017

DIEZ VECES SIETE


Cuando Maruja Torres vuelve a ser Maruja Torres me conquista, me reconquista y me hace volver a ser la adolescente-crecidita que espera El País los sábados y domingos para leer a los popes del periodismo y la opinión, entre los que ella ocupaba un lugar destacado.
Este "Diez veces siete" es una suerte de diario vida y trabajo de una de las periodistas mejores que ha dado este país, que como buen "patio de vecin@s cainitas" que nos gusta ser, la ha alabado y vituperado con igual entusiasmo en una secuencia de "ahora si, ahora no" que tanto nos gusta. Recomendaré estas "memorias" a tod@s mis amig@s, pero muy especialmente a los que vivimos ese tiempo convulso de la transición, esa lucha por lo que ahora nos quieren arrebatar, esa efervescencia de la juventud y esa ansia de libertad que no nos llegaba pero que bebíamos a tragos largos, igual que la música, el amor, la amistad..... También se la recomendaría a tod@s l@s jovenes porque la vida de esta mujer vale la pena¡¡¡
Lo he devorado¡

Sinopsis (Ed. Planeta)
Maruja Torres, con setenta años a sus espaldas y mil batallas en el recuerdo, ha sido convocada en el despacho del director de El País, diario en el que ha pasado los últimos treinta años de su vida profesional, pero algo en el ambiente augura que no será para nada bueno. En este punto comienza Diez veces siete: de la niña del Raval, abandonada demasiado pronto por su padre, hasta la famosa reportera admirada por miles de jóvenes periodistas de este país.
Un diálogo directo con el lector. Una obra saltando en el tiempo que habla con valentía de los afectos, los amores, el periodismo y el compromiso.

Extraordinaria y genial como solo Maruja —«Era un patito feo y por suerte no me convertí en cisne, sino en una mujer sin apéndices»— podía hacerlo.

Diez veces siete (fragmento)

I
En pie al otro lado de la calle, de cara al que, en mi recuerdo, siempre perdurará como el edificio del diario El País, cualquiera que sea el rótulo que le pongan los nuevos propietarios. En pie —y lo recalco: todavía en pie—, mientras espero el taxi que me alejará de aquí para siempre. Ahí, ahora, entonces, un pensamiento idiota cruza mi frente.
De haber sabido que la mía iba a ser una vida medianamente interesante, habría llevado un diario. Cuadernos que, con el relato de hechos puntuales, en caracteres apretados —no se desaprovecha papel, en un diario—, ayudan a recordar quién se era en el momento en que algo que parecía relevante quedó fijado en sus páginas. No te engaña, un diario. Puedes haber cambiado, pero la caligrafía de entonces devuelve tu antigua imagen en el espejo. Porque la letra es lo que somos, es la epidermis del espíritu —del ánimo, del impulso—, y también sufre modificaciones con los años. Al igual que el rostro, el cuerpo. La letra se precipita, tiñéndose de urgencia, avara de los días.
El tiempo, usurpador hasta del tópico del tiempo que pasa. Nada se le resiste, como sabéis, si sois lo bastante mayores. Como sabréis, si tenéis la suerte de llegar a serlo.
Contra el tiempo y sus derrotas, y muy consciente de que nunca podré ganarle un pulso: memoria. He pensado mucho en ello últimamente. Un diario me habría resultado de gran ayuda.
Avanza la vejez, y se acumulan las preguntas. Buena señal. Desconfiad de quien siempre tiene a punto respuestas. Yo nunca dejaré de preguntar, de preguntarme, mientras me quede salud mental, por mayor que sea. «No hables de ti como de una vieja», me riñe una de mis mejores amigas. «No te veo vieja, no lo eres», insiste. Pero ese es, precisamente, el gran interrogante que me propongo plantearme, a sabiendas de que no lo voy a resolver. ¿ Sabré ser una buena vieja? Que no es lo mismo que una vieja buena, algo que ni remotamente soy, ni pretendo ser. Positivamente, no lo soy ni nunca lo seré. Porque las chicas malas, cuando son viejas, también van a todas partes, aunque sea en silla de ruedas, querida Mae West. Vieja, vieja, vieja. Lo repito a menudo. No me asustas, palabra. No me asustas, edad. Me asusta huir de vosotras.

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